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La señorita Inés


La señorita Inés vivió siempre apegada a su madre, viuda .Desde bien joven, la señorita Inés tuvo muchos pretendientes pero a su madre no le gustaban. Por ejemplo a el hijo de Samuel el de la lencería no lo quiso su madre allá por la guerra civil, porque en un pueblo de agricultores y ganaderos el que no tenía tierras ni ganado no era un buen partido.
Pero la señorita Inés le lloraba a su madre y le suplicaba para que le diera su consentimiento y la madre le decía: tú te quedarás conmigo para cuidarme en mi vejez. Y así sucedió.
 A Francisco el maestro también lo rechazó como yerno y la pobrecita Inés asistió con melancolía a las bodas de sus amigas, y soñaba con un traje blanco para casarse con el maestro pues ya había perdido al de la lencería, el cual contrajo matrimonio, por todo lo alto, con su amiga Rosita su más íntima, que cuantos suspiros le costó a Inesita esta boda.
Pasaban los años e Inés iba a misa mayor los domingos con su madre y después de pasar por la calle principal del pueblo y alternar con todas las amigas, vecinos y familiares del pueblo, todos de punta en blanco, Inesita que ya tenía cincuenta años no disponía aún de monedero propio y le tenía que decir a su madre que le diera unos céntimos para ir a tomar el vermut.
La madre murió de un infarto mientras dormía y después de un digno y bonito entierro,
la señorita Inés abrió su casa a las visitas y se compró unos muebles para el ajuar porque ella todavía se sentía joven para enamorar a un hombre.
Inés empezó a  ir a coser todas las tardes a casa de una vecina al lado de la casa del maestro que le enseñaba corte y confección por unos duros al mes. Y al salir al anochecer, se iba a dar un paseo con el señor maestro que la esperaba a la salida del taller.
Su querido Francisco, el maestro, un día la sorprendió con una cajita de joyería. Inés empezó a temblar de emoción y la cogió entre sus delicadas manos, sonreía nerviosa y cuando lo abrió era un anillo de compromiso.
Continuaron saliendo todos los días hasta que ya la gente del pueblo los veía acaramelados despidiéndose cada noche en la puerta de Inés.
Y un día sucedió que Inés se vistió de blanco y se casó con Francisco el maestro el cual le prometió en el altar que la amaría para toda la vida.  Sus amigas y maridos estaban presentes en esta feliz ceremonía.

Maribel Fernández Cabañas.




Paisanos



 Tengo muchas actividades que me dan la vida.  Una de ellas la que practico una vez cada tres años: Es ir a ver a los míos del Sur, a los de mi pueblo.
Allí visito, en primer lugar, a mis padres, que están en el cementerio: Les pongo unas velas grandes de color blanco marfil, y mientras las enciendo voy pensando en ellos, en los recuerdos tan buenos que me han dejado, en esos años que compartimos por esas tierras extremeñas. Luego les pongo dos ramitos, uno para cada uno como personas distintas que eran. Aunque yazcan en la misma tumba, ramitos de flores blancas de un blanco inmaculado con ramitas verdes, de un verde sedoso que acaricia el tacto y un suave olor a mañana fresca de invierno. Leo las palabras de despedida que les dejamos sus seis hijos” Siempre estaréis vivos en nuestros corazones” y unas lagrimitas húmedas brotan de mis ojos y un suspiro de mi corazón. Pero enseguida me repongo y paso a la alegría de contarles con mi mente que pueden estar orgullosos de sus hijos y de sus nietos, que son alegres, trabajadores y buena gente y los despido con un: ¡Me voy a casa de Julio, el hermano mayor!. (Que es el único que queda en el pueblo).
 En casa de mi hermano, una casa grande nueva con un salón en el que cabe de todo: dos sofás una larga mesa camilla y una chimenea de leña. Mi hermano, mi cuñada y los niños nos reciben con abrazos y con un desayuno a base de tostadas con cachuela de la matanza del cerdo.Más tarde,  cuando quiero ir a dar una vuelta por el mercadillo  a ver con quien me encuentro, ellos me acompañan y allí me encuentro con mi prima Aurea de apariencia tranquila, pero que no para en sus actividades y se alegra orgullosa de mi y le dice a María la del lagar, que se para a saludarme y comenta que tengo acento catalán : claro mi prima Lucía lleva ya veinte años en Barcelona.
 –¡Oh veinte años! y estás igual que la última vez que te vi, guapa y delgada.
Y así, van sucediendo los cuatro días que permanezco en mi pueblo: llenos de encuentros espontáneos y halagadores y cuando llego a mi hogar Barcelonés mi corazón está lleno de los piropos y arrullos de mis salaos paisanos.

Maribel Fernández Cabañas.




Las palabras dulces.


Lucía se había adentrado en el mundo adulto donde ya no había los cuentos infantiles, que le contaba su abuela a la luz de las estrellas en una noche de verano. Tampoco las nanas que ella había aprendido de su madre y que luego cantó a su hermana menor, con la que se llevaba trece años.
En el mundo adulto había jefes que gritaban a los operarios, para que se dieran prisa y acabaran bien su trabajo, había hombres que discutían por política cuando salían a alternar por el barrio acompañados de sus señoras y de sus pequeños hijos y se ponían rojos de furia, como si con eso fueran a arreglar algo.
Aunque era inevitable alejarse de todo esto, porque era la sociedad en la que tenía que vivir, Lucía hace algún tiempo que encontró un mundo de palabras dulces en su grupo de escritura, en aquella complicada ciudad en la que vivía. Con sus cuatro compañeras que se esforzaban por transmitir la armonía, con solo teclear en silencio.
Y así por ejemplo tecleando le mandó un correo  a Leticia:” Vengo del dentista dolorida, espero estar mejor mañana” Esta  le contestó a su vez: “Te mando unos suspiros de hada para los dos carrillos, suelen dar buenos resultados”.
Y es que para ellas las palabras dulces, hacían su efecto mágico de curar y alegrar.


Maribel Fernández Cabañas