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Bañera

Bañera

Lucía había empezado la semana a las siete de la mañana contenta y cantando. Tenía ganas de ir a la piscina pero la distancia de su casa le exigía tener al menos dos horas de las que no disponía por las obligaciones caseras. Entonces se conformó pensando en que el agua calentita de la ducha  le tonificaría los músculos, que tanto deseaba mover de los brazos atrofiados por la almohada.
La fría mañana de invierno animaba a poner el calefactor en el cuarto de baño y el transistor con la música marchosa de los 40 principales y en la cocina el olor a café recién hecho y a tostadas con aceite y ajo.
Un buen desayuno primero. Luego dejó la bata y el pijama y que maravilla verse reflejada en el espejo feliz y cantando pues había dormido sus ocho horas y estaba contenta.
 Pero al meter el pie derecho en la alta bañera se resbaló y se quedó con las piernas abiertas casi en espagaz y la pierna izquierda inmovilizada por el bidé y el borde de la bañera. Logró parar un poco el golpe porque se apoyó con la mano derecha en la pared del baño y salió con el albornoz puesto sin poder disfrutar del agua caliente y magullada, pensando que de esta vez no pasaba que esa bañera ya le ha dado más de un susto.
Siguió con las rutinas del día y pospuso la ducha hasta que se recupera del susto. A las 8 ya vió a los López con las persianas subidas y a las nueve los llamó y les pidió el teléfono del albañil que les había hecho a ellos el plato de ducha.
Cuando se levantó su marido dijo que de albañiles en casa nada, que el compraba una alfombrilla anti resbalones y se fue a comprarla. Probó el  a darse una ducha y se resbaló también. Sólo se dio un golpe en la pierna derecha, ya que el entra en la bañera con el pie izquierdo y no se hizo magulladuras. Julio dijo: ¡Es que la alfombrilla es de mala calidad! y que compraría una que había visto de madera, parecida a las que hay en las saunas, que en su casa no entraba ningun albañil.
Pero lucía con sus palabras cariñosas: “Cariño que tú no vas a casi ver al albañil porque lo hará en tres días y en las fechas en las que tú te vas al curso de fotografía a Marruecos”.
Pasaron dos semanas y:
Lucía ya tiene un albañil en casa que le va a quitar  esa bañera de un metro de altura y le va a poner un suelo antideslizante en todo el largo que ocupaba la maldita bañera. Así no habrá más esterillas, ni más resbalones y ella podrá ducharse sin tener que saltar obstáculos.


Maribel Fernández Cabañas.


Víveres

Víveres
A principio de los años setenta vivíamos en un pueblecito en el que no había casi comercios y mucho menos supermercados. Todos vivíamos de la agricultura y llevábamos unos años de sequía con lo cual escasamente había para comer. Cuando ibas a por los víveres, para hacer la comida del día, te vendían fiado. La mayoría de los del lugar tenían una cuenta en los tres comercios del pueblo: la panadería la pescadería y la frutería. El comerciante cuando ibas a comprar te echaba la cuenta en un papel de estraza y luego sacaba una libreta con las hojas a cuadritos de la marca Enri y en cada página tenía el nombre de uno de sus clientes donde anotaba el importe de la cuenta y luego cuando recogían la cosecha de trigo y en el silo la depositaban, les pagaban por el peso en arrobas. Ese dinero no se disfrutaba en consumo sino que era para pagar en la tienda y poco más.
Pero como la capital de provincia  estaba muy cerca y había que ir al registro civil, al médico, a la seguridad social… en los autobuses de línea. Allí se nos abrían los ojos con las cafeterías que había, las distancias tan largas que había que recorrer para hacer los recados y siempre comprábamos un escueto bollo suizo en la pastelería Domínguez aunque volvieras del dentista con los carrillos inflados. Siempre pasábamos a disfrutar de esos pequeños placeres, que sustituían al pan con aceite que comíamos en el desayuno y en la merendilla.
Pero abrieron un hipermercado Simago en la plaza de San Lucas, el centro neurálgico de la ciudad y allí era inevitable venirse sin algo hurtado .Entraba  con mi tía Rosita de cuarenta años y pedía un kilo de filetes de cerdo y un kilo de pechugas de pollo en la carnicería; se lo envolvían y se lo pesaban y luego iba a una bolsa transparente con el tique con el precio, para pagarlo en caja. Mi tía compraba también rollos de papel higiénico que era lo que pagaba porque la carne se la metía en el cochecito de mi primo que era un bebé y ese día comíamos en casa de mi abuela la carne que no veíamos en toda la semana y era un festín. Ese día no había garbanzos había carne en salsa y mojábamos el pan en la salsa que hacía mi tía Rosita con ajo, cebollas, pan frito, vino blanco y que machaba en el mortero. Y entre todos los de mi pueblo eran conocidos estos inofensivos hurtos productos de la escasez.

Maribel Fernández Cabañas