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Mi tía Eli.

Tía Eli.

Había viajado para ver a mis parientes desde Londres a un pueblo de España. Tenía mucha ilusión por ver a mi tía Eli de noventa años, mi querida tía la única tía cariñosa que me quedaba de las hermanas de mi madre. Sabía de ella por Rita, una prima mía de sesenta años muy arraigada en el pueblo. Una mujer con principios de lo que es ser honrada y cabal y ella vio que mi tía ciega y con parálisis de nacimiento en una pierna que le hacía perder el equilibrio no podía estar sola.

Recuerdo que cuando mi tía Eli tenía unos cincuenta años, se agarraba fuertemente a mi brazo de quinceañera todo músculo y huesos. Era  verano y nos alejábamos del calor del pueblo y nos íbamos a las Playitas de Cádiz... Sí, ella andando por la calle perdía el equilibrio y se agarraba como un tornillo a mi brazo, que hasta me hacía daño, pero yo no me quejaba y soportaba el pellizco de sus dedos también huesudos…  Era mi tía, mi pobre y risueña tía que tenía esa disminución.

Cuando entré con mi prima en el chalet-residencia, blanco con jardines y enredaderas y suelo de azulejo rojo con cuadritos amarillos. Iba con el entusiasmo de ver a mi Eli. Sí con la que tantas veces me había reído desde el auricular del teléfono. Ella, en su casa viejuca de pueblo y yo en mi piso de capital, ella sin casi ver los números de teléfono para marcar mi número, pero que siempre me lo pedía para llamarme en mi cumpleaños. Y así con esa ilusión de hablar conmigo se quedaba hasta que yo la volvía a llamar.: Pero ya últimamente ni ese lazo conservaba de mi tía. El último invierno que la vi en su habitación del pueblo, Eli estaba hecha un cuatro en la cama y encogida de frío.

 Y cuando la volví a ver, en la residencia, calentita, abrigada fue la emoción la que le inundó, al oír  a mi prima  decirle al oído: tía Eli que está aquí  la prima Lucía de Londres. Su cara, que en un principio era como pensativa y relajada, se tornó en una sonrisa, las arrugas y los gestos vibraban y sus canas se movían buscando mi rostro para besarme. Nos besamos y abrazamos muchas veces. Yo le dije: qué guapa estás Eli y ella me dijo: yo a ti no te veo, pero debes de estar también muy guapa.
Le hice una descripción de la residencia tan bonita en la que estaba y que en las paredes de la sala de estar donde ella y otros tantos ancianos se encontraban, en silla de rueda, había hermosos cuadros pintados al óleo por la prima Rita.

Pero no le dije que  había una mujer que gritaba y me llamaba, gritaba tanto que me inquieté y se me rompió el estar con Eli., porque ya no era la tranquila casa de pueblo de tía Eli. Me di cuenta de que allí estaba, porque necesitaba un cuidado especial y Rita no podía dárselo a pesar de que la visitaba cada día, ni yo tampoco, y me fui suspirando y pensando que quizá eso en vez de una visita había sido una última despedida.



Maribel Fernández Cabañas


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