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Ruidos

Ruidos

Sara, una mujer de mediana edad, vivía en un primer piso de un edificio de doce plantas con su hijo y su perro. Contenta sin ruidos en su casa, ya que a pesar de vivir en una gran ciudad, el barrio era residencial y tranquilo.

 Abrieron un  bar restaurante en el local comercial de abajo y por las noches ponían la música muy alta. No la dejaban conciliar el sueño, se quejó varias veces personalmente al dueño del bar pero nada, el “pum, pum” seguía hasta altas horas de la madrugada

Sara no es de quejarse, a ella no le gustan los enfrentamientos, pero claro cuando algo le irrumpe su terreno y la tranquilidad de su espacio íntimo pues ella protesta.

 En principio se cambió de dormitorio para ver si  el ruido de la música a todo volumen,  sólo se notaba en una parte de la casa y comprobó que en todas las estancias de su hogar retumban el suelo y las paredes.

Buenas noches, soy la vecina que vive justo encima de este bar, dijo Sara al dueño del local.

Vale, ¿quiere tomar una cerveza?, la invitó él (llevaba cazadora de cuero negra con chapitas y toda la oreja derecha llena de piercings)

No gracias, vengo a pedirles que a partir de las diez de la noche bajen el volumen de su música pues se oye a todo volumen en mi piso. Según veo tienen los altavoces en el techo. Se explicó Sara muy seria

Ok, no se preocupe por eso señora, que a partir de esta noche no oirá nada. Dijo muy convincente el del bar con una sonrisita.

 Era invierno épocas de exámenes y noche cerrada, ni un alma en la calle y el hijo de Sara estudiando su segundo curso de bachillerato:

¡Que paren ya por favor, con esa música tan fuerte! Se quejaba el hijo por no poder concentrarse.

─Ponte unos tapones en los oídos Saul porque hasta las doce no puedo llamar a los municipales. Le instaba Sara

 A las doce de la noche, tuvo que llamar a la policía municipal los cuales le pidieron su nombre DNI, apellidos, dirección… Ella formalmente se los dio y  a la una de la madrugada cesó la música.

 A Sara le pedía el cuerpo meterse en la cama a las diez, pero  hasta las doce no podía dar la queja por teléfono a la autoridad competente, así día tras día, y los del bar haciendo oídos sordos.

Al cabo de un mes el ruido de la música cesó, por fin.

 Pero Sara ya tenía en mente como resarcirse  por su cuenta de las horas de sueño que había perdido y de haber tenido a toda su familia con los nervios de punta.
 De tal modo que a  las ocho de la mañana, cuando  paseaba a su perro,  por la calle  llena de árboles  recogía los excrementos en una bolsita y religiosamente todas las mañanas, durante quince días, los depositaba en el felpudo de la puerta del bar cerrado y se iba con una sonrisita.


Maribel Fernández Cabañas 


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