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Lucrecia

Lucrecia.
 Lucrecia vive en  un pueblo a pocos minutos en tren de la bonita capital y alegre Sevilla.
 Para mi Lucrecia es como una hermana mayor, ella se levanta y lee sentada en la mesa camilla al calorcito del brasero y desayuna tranquilamente sus tostadas con café.
Otras veces se va en tren a Sevilla para reunirse con sus  primos  y comer juntos en un bonito Restaurante del barrio de Santa Cruz.
 Luego se va a la casa rural que tiene en el otro extremo del pueblo, junto a la Iglesia, y la arregla para los huéspedes que vendrán el fin de semana y por el camino se va encontrando con los vecinos a los que siempre hay algo que decir. Además del simple buenos días, mantienen pequeñas conversaciones triviales, aunque sea sobre  lo mal que se seca la ropa en invierno o de lo que cantaron el sábado por la tarde en la coral.
 Lucrecia siempre está acompañada y su casa casi nunca está vacía, una casa con un porche de azulejos geométricos en bonitos tonos azules, granates y blancos. Le sigue un primer paso con dos dormitorios y el segundo paso con dos habitaciones más .
Y con alegria enciende el fuego de la cocina cuya puerta  de cristal da al florido patio y nos  prepara un caldo de verduras a las amigas, amigos, sobrinos y demàs invitados.

El tercer paso que es la estancia más calentita, con  la sala comedor y la salita donde tiene su escritorio, la mesa camilla, con el brasero y una puerta  acristalada que da al luminoso patio con la parra y el limonero.
 Subiendo por la empinada escalera del patio, de baldosas rojas que a medida que vas subiéndola el sol radiante te va acariciando el frío rostro de invierno... se  llega a lo más alto de la casa.
Desde donde contemplar  un  extenso espectáculo de campos frutales a la orilla izquierda del  río Guadalquivir.Y en  el lado opuesto una encrucijada de  calles , de aceras adoquinadas con arbolitos  de naranjos y observar también las fachadas de las casas  encaladas y  los tejados de teja rojiza bien cuidados por los paisanos de mi querida amiga Lucrecia.
Maribel Fernández Cabañas








Julio

Julio.

 Julio era reservado con sus afectos le costaba expresar amor, cariño, sensibilidad. Pero tenía una sonrisa y unos ojos y una expresión de la cara que Lucía captaba y sabía que era amor.

 Cuando ella conseguía algún mérito por su trabajo, el se emocionaba mirándola a los ojos sin palabras, sin besos, sin abrazos y ella veía esos ojillos brillar de alegría y con eso  se sentía enamorada de él.

Julio que era ante todo complaciente, reservaba los festivos que le permitía el trabajo.
Primero un paseo por los senderos llenos de vegetación,  de castaños en flor, y riachuelos de aguas cristalinas. Luego una parada para comer en unos de los albergues para después continuar subiendo, ya sin esfuerzo, en el telecabina hasta la cúspide de la montaña.

Desde allí contemplar las bellas vistas y pasar una noche en el Parador de Turismo en una confortable habitación  brindar con champán.

 La sonrisa de Julio enamorará a Lucia que lo abrazará y lo acariciará, sacando de  él su parte erótica que derrocharán en una noche de ternura, sexo y caricias.



Maribel Fernández Cabañas.



Desde la azotea.

Desde la azotea.
Desde la azotea de mi amiga  Fina, en primavera, se ven mujeres tendiendo ropa al sol en  cuerdas sujetadas con palos para levantar bien la ropa y que se airee,a ver si para por la tarde ya está seca que será cuando la plancharan con delicadeza y tarareando alguna cancioncilla y luego la doblaran y guardaran en los roperos bien colocadita.


También se ve como un mar rosáceo de flores de los frutales. Melocotoneros y ciruelos  en flor de las vegas del río Guadalquivir y se oye el silencio de los pájaros y la voz ronca de los vecinos jubilados que conversan, desde bien temprano, unos con otros a través de sus patios.



De escribir

De escribir

 Salir con la pereza de abandonar el confortable hogar: El ruido de la lavadora que me auguraba ropa limpia y olor a detergente floral, también el hacer la compra en el supermercado donde otras señoras jóvenes como yo compraban para tener la comida a punto para la una del mediodía, hora en la que nuestros pequeños hijos vendrían a casa a comer y a jugar con toda libertad un rato en el parque o en la playa, hasta las tres que empezarían de nuevo la escuela.
 Dejar todo esto a medias para atravesar en metro media ciudad, cruzando la gran plaza de los robustos edificios de los emblemáticos bancos como el Banco Exterior o el de Bilbao con su reloj marcando las 9:30 de la mañana  y la palomas abordando todo el espacio libre de la circular Plaza de Cataluña con la estatua a Frances Macià y otras femeninas de venus desnudas con sus cabellos enredados en diademas de flores… 
 Adentrarme en el ruido de los coches o el barullo de los transeúntes y las ruidosas maletas que arrastran con ilusión los turistas hacia su hotel.

Sí, salir de casa me costaba y a base de esfuerzos por dejar el hogar al que estaba tan apegada cada miércoles llevaba hecho un relato que después de atravesar la plaza y sentarme con mi dinámica profesora que me leía unos temas sobre el tiempo, el tono o el espacio en el relato y que yo absorbía con avidez en una  sala silenciosa de un piso antiguo  de ese bullicioso centro de la ciudad, me fui abriendo paso en el mundo ajeno a mi casa y me fui acostumbrando a dejarlo todo hecho el día anterior. Todo mi hogar funcionando a buen ritmo el día antes para los miércoles encontrar un nuevo hogar en clase de escritura creativa donde me proporcionaban apuntes que me abrían al mundo de la imaginación para luego escribir historias en el transcurso del tiempo mientras la lavadora sigue dando sus vueltas.

Maribel Fernández Cabañas