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Unos días entre hermanos

Unos días entre hermanos

Recuerdo estos días como algo cariñoso, tibio y templado que ha pasado por mi vida y que queda en mi corazón. El poder tumbarme en el sofá de mi hermana Blanca delante de la estufa después de horas caminando por el pueblo y que ella en su lujosa casa me acoja con cariño y se siente a mi lado a conversar apaciblemente sin prisas por cenar…

El que yo vea como mi hermana Aurea me ofrece su sala de descanso de su restaurante y su tiempo de descanso para estar juntas un ratito antes de que lleguen los clientes alemanes a cenar a las siete de la tarde y que su sonrisa y su felicidad por tenerme cerca.

O que quedemos una noche los veintidós de la familia entre sobrinos hermanos y cuñados y que todos brindemos por la felicidad de estar juntos.

 Recuerdo también el día en el que cumplió los dieciocho años Alfredo el mayor de los dos hijos de mi hermano mayor. Estábamos todos en la playa, Alfredo saltaba olas con su tabla, la pequeña Ita jugaba en los charquitos entre rocas, el resto charlábamos sentados delante del pastel en una terraza donde deparábamos entre risas y alegrías.

 ─ Que alegría tener un hijo tan mayor que va a entrar en la universidad a estudiar ciencias económicas- decía Alicia la menor de los seis hermanos

─ Nos arreglara a todos la contabilidad-decía otro

─  Ya ver si nos saca de algún apuro- decía su padre, orgulloso de su hijo

 En estas que la pequeña Ita viene corriendo, roja como un tomate y chillando:¡¡ El primo!! ¡¡el primo se ahoga!!

 Todos se levantaron dejando la mesa vacía y se fueron a las olas. Su padre se tiró al agua vestido y allí estaba Alfredo peleándose contra los amarres de una barca de pescadores anclada. Se había enganchado por el cuello y casi se asfixia.

Su tía Julia, enfermera, le hizo la respiración artificial y lo llevaron al hospital más cercano a media hora de camino.

  Volvió en si a lo largo del día y, a pesar de todo, el muy cabezota  quería seguir yendo a coger olas.


Maribel Fernández Cabañas



Luces

Luces

Vengo de una isla volcánica y montañosa. De montarme en guagua, de tomar el sol en las terrazas de los cafés en invierno, de pasear por la avenida de Puerto Naos.

 De subir al mirador el Time y bajar de noche entre oscuridad y plataneras por los pueblecitos con farolitas tintineantes, para no hacerles sombra a las estrellas y dejar que los astrónomos del Roque de los muchachos a dos mil metros de altura las observen y las estudien.

Y llego a la gran ciudad y parece que no hay noche pues los focos fuertes de luz de las farolas la matan.


Maribel Fernández Cabañas