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El reloj de oro

El reloj de oro.

El abogado Gutiérrez, que estaba montado en el dólar, se encontraba en su despacho de la Diagonal. Rondaba los cincuenta y no tenía otra cosa que hacer que sacar los juicios y pleitos adelante. Cuando acababa de trabajar, se dejaba caer por la sociedad gastronómica vasca de la calle Sicilia, donde iba a diario.

Tenía su cartera de clientes entre la elite de la Zona Alta y también algún pleito en el barrio donde nació. Allí desde muy  niño, se dedicaba a vender fruta con su padre en el mercado de abastos.
 Esta vez solicitaba de él los servicios Dª Leonor, vecina de ochenta años, viuda y con una hija muy agraciada algo más joven que el abogado Gutiérrez.

Las horas que pasaba en su despacho de la Diagonal se distraía  de sus quehaceres con el cuadro que tenía delante, una dama vestida de novia. Mamá,  padre me contó que no estábais casados, que  sólo os juntasteis nada más.  Tú eras más que  una pobre campesina, a la que  padre  recogió para no estar solo en el puesto de fruta.

 El teléfono lo sacó de su ensimismamiento.

─Dª Leonor no hace falta que coja un taxi para venir a mi despacho. Por la amistad que nos une, iré yo personalmente. Pero, dígame ¿cómo está su hija Rosita?

─ ¡Ay, hijo mío! cuanto te lo agradezco. Tengo tan mal las piernas  que casi no salgo de casa me cuesta mucho moverme. Rosita preparará unos dulces y tomaremos el café los tres.
Con su traje de chaqueta comprado en Londres y una de sus trescientas sesenta y cinco  corbatas─ tenía una para cada día del año─, el abogado ojeó unos documentos y, con su estilográfica, anotó algo en su agenda marrón. Luego se levantó del sillón, eran ya las cinco de la tarde.

En casa de Dª Leonor pudo contemplar a Rosita risueña y cantando en voz bajita, mientras preparaba la cafetera italiana.
El abogado se levantó de la mesa, dejando sola en el salón a Dª Leonor y se fue a la cocina.

 ─  Voy a ayudarle a Rosita, dijo el abogado aprovechando la oportunidad para estar los dos a solas

─ No hace falta, dijo La señora Leonor. Ven aquí Gutierrito que estoy muy desazonada me ha desaparecido el reloj de oro que me regaló mi difunto marido. La mujer casi no se movía, estaba tumbada viendo la tele en un sillón reclinable y tapada con la manta.

El abogado estaba absorto en sus pensamientos: ¿Querrá Rosita venir a mi lado? Me gustaría decirle lo mucho que la amo, pero estoy muy nervioso. Me tiembla hasta la voz. Soy tan torpe con las mujeres… ¿Es que no desaparecerá nunca esta timidez que me ha acompañado desde niño? No quiero acabar como mis padres, que no se casaron nunca. La foto que tengo en mi despacho es una falsificación.¡Un fotógrafo los puso detrás de dos vestidos de novios de cartón!

Dª Leonor le contó al abogado que ella guardaba el reloj en su cajón del ropero, envuelto en una toalla de bidé.  Lo tenía camuflado junto con otras toallas y la ropa interior. Y que las únicas que entraban  en su dormitorio eran Rosita y la mujer de la limpieza.

─Deje este asunto en mis manos Dª Leonor, dijo el abogado

Al cabo de una semana Rosita llegó al despacho de Gutiérrez y este se obnubiló con el perfume a rosas de ella y con su tez blanca y sus labios carmín.
Hablaron largo rato sobre el reloj de oro y mientras el abogado miraba a Rosita se le iba la mente a cuando yo era un pobre muchacho y le vendía las manzanas, las mandarinas y las judías verdes a Dª Leonor y ahora estoy aquí con mis delicadas manos que sólo tocan finos papeles con membrete.

─ Rosita es necesario que vengas conmigo  a investigar a la limpiadora, a ver si tiene ella el reloj.

El reloj de oro no apareció pero el abogado y Rosita siguieron viéndose e indagando sobre él.


Maribel Fernández Cabañas





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