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Una alegría

Una alegría

Con sus ensayos y reensayos, mi hijo y su grupo de canto e interpretación me han dado una alegría. Todos en un escenario han cantado individualmente un solo, luego se han ido alterando con coreografías en grupo, ante el público en un teatro no comercial.
Él ha sido quien ha comenzado con una canción en inglés,idioma que desconozco, no entendía nada más que la palabra “imposible”que se repetía en el estribillo .Pero por su voz grave, cálida y afinada y los gestos de todo su rostro y el mover de los brazos me ha hecho trasladarme a unos sentimientos que me transmitía su tono de voz, sus gestos me llevaban a una amistad que se ha perdido, o un amor “imposible”.
Luego, uno tras otro, han ido pasando por el escenario sus amigos y amigas y he podido vibrar como si se tratara de uno de los musicales del teatro Royal de Londres.
Pues se han despedido con una canción interpretada en grupo y con sus brazos han dibujado un corazón. Un corazón de voces y de personas dando todo lo mejor a  los que les aplaudíamos desde las butacas.
 

Maribel Fernández Cabañas


Mi vecina Julia

Mi vecina Julia.
Julia me transporta al mundo de los abuelos que madrugan los domingos y dan un paseo matutino cogiditos del brazo por esta calle ancha en la que vivimos y que no tiene edificios enfrente, que da al paseo marítimo donde andando unos cincuenta metros hacia el horizonte, te encuentras con las olas, la arena y los pescadores, a esas horas matutinas en las que Julia y José pasean. Los veo desde mi balcón mientras estoy regando las plantas con flores primaverales y echándole de comer a mi mascota Nina.
 A media mañana cuando estamos el animalito y yo  en el salón- escritorio, esperando a que alguno de los habitantes de nuestra casa se despierte, para saber si vamos a comer los tres juntos o no, sólo la música clásica rompe delicadamente el silencio y me hace más agradable la lectura que tengo entre manos. Ellos están soñando  en sus habitaciones porque han trasnochado en la noche de sábado, sin ni siquiera  salir de casa, entretenidos con sus hobbies nocturnos, muy contrarios a los míos que son cerrar los ojos tempranito.
De pronto suena el timbre y yo contenta porque serán los pequeños vecinos de cuatro o cinco años, que vienen a por caramelos y a contarme a donde van a ir con sus padres o ¿será Julia?, ambos bienvenidos. Traen la energía del día, del sol, de la actividad alegre de un domingo, en el que Julia me da los buenos días y me cuenta la receta que va a hacer y me pide el ingrediente que le falta, a la vez que me relata quienes van a ser los comensales: Sus “nietecicos”, como dice ella con diminutivos de su tierra granadina, su hija y su yerno. Ella cocinará una paella para todos y a mí me llega el olor a pimientos sofritos con un poquito de tomate y lo olfateo imaginándome que está puesta la sartén al fuego, mientras me pide arroz y le agradezco que no me pregunte por mi familia, tan diferente a la suya que está despierta y dispuesta a sentarse en una mesa grande como a mí me gustaría. Y me alegro de tener ese paquete de arroz que me pide y de estar vestida y bien peinada para poderla recibir.
Al rato, cuando ella se va, mi hijo me da los “Buenos días mamá”, con los ojos medio cerrados y el pijama puesto. Siento la alegría de tener a alguien despierto a quien ponerle un zumo de naranja y me pregunta: ¿Era Julia verdad? ¿Y que venía a pedirte? Entonces yo ya sé que hoy domingo comeremos tarde, porque los esperaré. Me vuelvo al salón con mi libro y me recreo felizmente, en unas líneas que escribe una mujer con el pelo canoso y que me encanta: Carmen Martín Gaite, en su libro “Lo raro es vivir”. Y en ese momento viene sigiloso mi marido a contarme lo que ha soñado y dejo a esta escritora fantástica y me voy con él a la cocina. Le preparo un café y él me da un leve beso medio adormilado.
Entonces yo ya sé que nosotros hoy comeremos de forma muy diferente a Julia: un pollo asado que recogerá mi marido en el asador del barrio. Y que la paella de la escena familiar que me cuenta Julia en mi casa se pospone a la noche, que es cuando mi familia está en plena actividad: Se ponen manos a la obra en el fogón con los fideos chinos con verduras, a las nueve de la noche, y yo digo: ¡Nunca es tarde si la dicha es buena!
Maribel Fernández Cabañas


En la tienda de móviles.

En la tienda de móviles
Entré en la tienda de móviles y una pareja jovencita de japoneses con su bebé, estaban rellenando infinidad de papeles para comprarse un móvil y le pedían el pasaporte. Su bebita en la mochila algo inquieta, seguramente cansada de estar en la tienda pequeña y sofocante.
 Entonces su madre la coge de la espalda de su padre, la saca de la mochila, le da el biberón con agua y le pregunta que si quiere volver a la espalda de papá; la niña indica con la cabeza que no, con su carita redonda, tez blanca y unos ojos achinados negros y un pelito liso negro a melenita y un vestido de algodón rosa.
 Se notaba que ya llevaba mucho tiempo haciendo turismo y recados por la ciudad. La madre bajita con ropa de montaña de verano y una coleta mal hecha, atada con una goma negra,  la saca en brazos a la calle y allí se quedan esperando al padre. Mientras tanto yo, después de una hora de cola, le digo a la chica de veintiún años de ojos azules y pelo castaño claro, que tengo delante en la cola, que si por favor, me guarda la vez que voy a tomar el aire.
Cuando entro de nuevo en la tienda, pasado unos escasos minutos, ya está la dependienta atendiendo a un americano de unos treinta años. Miro y sólo tengo delante a dos abuelitos y a la chica que me está guardando la vez, el abuelo acaba de llegar también de la calle de tomar el aire. Y es entonces cuando un señor elegante y grueso pregunta visiblemente  enfadado: -¿Acaso no hay aire acondicionado en esta tienda? -No responde la dependienta.- Pues deme el libro de reclamaciones – ¡cuando llegue su turno se lo daré señor ¡ responde la dependienta africana de unos veinte años masticando chicle y con unos grandes pendientes de aro.
El americano acaba pronto de hacer su gestión, los abuelos más rápidos todavía y la chica que yo tengo delante también y se van.
Pero cada vez va entrando más gente en la asfixiante y pequeña tienda e interviene una mujer de unos sesenta años acompañada de su marido y con un pañuelo de lunares blancos y el fondo lila liado a la cabeza:- mis cartas del tarot dicen que hoy aquí vamos a acabar mal, sentencia la señora con mala baba
Yo le contesto:- No tiene por qué ser así. El marido le hace un gesto para que se vayan y yo le cedo mi turno al otro señor visiblemente enfadado que se pone a escribir  una reclamación apoyado en un mostrador- vitrina de cristal donde están expuestos los móviles Samsung, Nokia, etc. con etiquetas y sus precios y sin parar de quejarse ¡no hay derecho sin aire acondicionado!
Yo que estaba deseando de irme esperé hasta que por fin me tocó el turno, compré mi móvil y observé a la dependienta tan joven y con tanta calma la cual iba haciendo su trabajo sin inmutarse y me dije a mi misma: ¡La que se puede liar cuando se junta una multitud de personas en un espacio reducido y cada uno de su padre y de su madre!


Maribel Fernández cabañas.  


A la orilla de los puentes del Sena



 A la orilla de los puentes del Sena.

Cuando Julio y yo recorrimos los puentes del Sena, en aquel verano en el que dejamos a nuestro hijo a cargo de su tía Ester y nos hospedamos en un pequeño hotel no muy alejado de Notre Dame.
 Contemplábamos la vida que circundaba en ese mercadillo antiquísimo de libros de páginas amarillas y llenos de gente sencilla que miraban compraban incluso hojeaban, eran parisinos humildes.
Había otro lugar muy especial para los que no habían podido veranear, un lugar en la orilla del Sena tan bonito como las playas de siempre con su casetas vestuarios a rayas azules y blancas y sus tumbonas de madera y lona del mismo color, la gente era feliz en esa playita y aprovechaban para brocearse y relajarse tomando los rayos del sol y contemplando el animado río y a los turistas que pasaban en las grandes barcazas de paseos no tan asequibles al bolsillo.
Y es que los puentes del Sena tienen luz, vida y belleza.

Maribel Fernández Cabañas.



Ilusiones rotas

Ilusiones rotas.

Lucía era medio feliz, porque feliz del todo no se puede ser, siempre hay algo. Ella había recogido algunos relatos cortos del blog, los había trabajado intensamente y los había presentado a concursos literarios y estaba esperando contestación .Mientras tanto seguía en esa línea del esfuerzo como escritora amateur.
Hasta había decidido dejar su vida sedentaria y hacer un poco de ciclismo, por las llanas calles de su barrio playero. También estaba contenta por el buen tiempo primaveral que la había hecho trasladar sus útiles de escritura a la mesa de su terraza y así ver crecer las florecillas perfumadas del jazmín.
Pero una llamada le truncó todo:- He tenido un accidente de moto y estoy en urgencias en el hospital, expresó con voz mecánica Julio.
Deprisa se fue en un taxi y al cabo de horas de espera lo pudo ver: el brazo y la pierna derecha inmovilizados.
Lucía dio gracias a que no hubiera sido mucho peor pues mientras hay vida hay esperanza.
Los amigos cercanos ayudaron turnándose en el hospital con Lucia y así ella pudo descansar.
Julio se ha ido reponiendo de ánimos y de físico y ahora está haciendo rehabilitación.
Y Lucía ya pasea con su Nina y ve crecer las espigas de trigo que hay plantadas en un jardín cerca de su casa. También las campanitas silvestres de color lila que crecen junto a ellas. Y está animada preparando ricas ensaladas de pasta, bacalao fresco a la vizcaína y otros platos que tanto le gustan a su Julio.
Dios aprieta pero no ahoga, piensa Lucía  o  Después de una racha mala viene una buena.Y que si reflexionamos podemos salir de ellas hechas más personas y recomponer de nuevo nuestras ilusiones e incluso agrandarlas.


Maribel Fernández Cabañas