Me gusta
despertarme a las seis de la mañana, cuando el día no ha sido tocado por nadie.
A esas horas no hay ni ruidos de coche ni de ninguna otra cosa. El mundo está
mudo. Y oscuro.
Aunque
mientras desayuno─ un trocito de queso y luego un café─, los primeros fulgores
del amanecer empiezan a deshilachar el manto de la oscuridad. Enseguida el
cuerpo me pide pasear, ir a ver el mar, caminar a buen ritmo por el paseo
marítimo, que se muestra solidario, virgen. Ojalá fuera así todo el rato. Es lo
que le pega a esta isla tan bonita y ecologista.
La arena de
la playa es negra volcánica y contrasta con el blanco del romper de las olas.
El sol tarda mucho en salir: De la total oscuridad se pasa un cielo limpio
gris- celeste y en cuanto el celeste empieza a dominar sobre el gris, bajo
corriendo a dar mi paseo. A esas horas
algunos turistas alemanes ya se me han adelantado y emergen de entre las olas
de su primer baño en las frías aguas atlánticas, que yo aún no he probado.
Ya conozco a
los paseantes de las ocho de la mañana, son tres hombres que van y vienen
varias veces por el corto paseo marítimo y llevan un perrito negro con la
correa y van conversando.
Otra cosa
que me llena por completo es poder estar un rato con algunos de mis hermanos
hoy he podido disfrutar de un poco de tertulia con mi hermano Jorge y su mujer
y luego se ha agregado mi querida hermana Mar, guapa y alegre.
En cuanto a
comidas, hay un queso fresco palmero que siempre que vengo aquí es mi delicia.
Lo tomo como quien toma un manjar, me
como un cuarto de queso de un bocado.
Al mediodía
mi marido y yo nos quedamos cada uno con sus cosas, él con su ordenador y yo
con mi siesta, para luego por la tarde seguir con nuestros paseos y tertulias
familiares.
Las puestas de sol son tardías y tienen un
anaranjado especial en contraste con la arena negra y el verde oscuro de las
palmeras.
A esas horas es cuando las terrazas se llenas
de vecinos que disfrutan de buenas papas arrugás con mojo picón y carne o
pescado para cenar.