Víveres
A principio de los años setenta vivíamos en un pueblecito en
el que no había casi comercios y mucho menos supermercados. Todos vivíamos de
la agricultura y llevábamos unos años de sequía con lo cual escasamente había
para comer. Cuando ibas a por los víveres, para hacer la comida del día, te
vendían fiado. La mayoría de los del lugar tenían una cuenta en los tres
comercios del pueblo: la panadería la pescadería y la frutería. El comerciante
cuando ibas a comprar te echaba la cuenta en un papel de estraza y luego sacaba
una libreta con las hojas a cuadritos de la marca Enri y en cada página tenía
el nombre de uno de sus clientes donde anotaba el importe de la cuenta y luego
cuando recogían la cosecha de trigo y en el silo la depositaban, les pagaban por
el peso en arrobas. Ese dinero no se disfrutaba en consumo sino que era para
pagar en la tienda y poco más.
Pero como la capital de provincia estaba muy cerca y había que ir al registro
civil, al médico, a la seguridad social… en los autobuses de línea. Allí se nos
abrían los ojos con las cafeterías que había, las distancias tan largas que
había que recorrer para hacer los recados y siempre comprábamos un escueto
bollo suizo en la pastelería Domínguez
aunque volvieras del dentista con los carrillos inflados. Siempre pasábamos a
disfrutar de esos pequeños placeres, que sustituían al pan con aceite que
comíamos en el desayuno y en la merendilla.
Pero abrieron un hipermercado Simago en la plaza de San Lucas, el centro neurálgico de la ciudad
y allí era inevitable venirse sin algo hurtado .Entraba con mi tía Rosita
de cuarenta años y pedía un kilo de filetes de cerdo y un kilo de pechugas de
pollo en la carnicería; se lo envolvían y se lo pesaban y luego iba a una bolsa
transparente con el tique con el precio, para pagarlo en caja. Mi tía compraba
también rollos de papel higiénico que era lo que pagaba porque la carne se la
metía en el cochecito de mi primo que era un bebé y ese día comíamos en casa de
mi abuela la carne que no veíamos en toda la semana y era un festín. Ese día no
había garbanzos había carne en salsa y mojábamos el pan en la salsa que hacía
mi tía Rosita con ajo, cebollas, pan frito, vino blanco y que machaba en el mortero.
Y entre todos los de mi pueblo eran conocidos estos inofensivos hurtos
productos de la escasez.
Maribel Fernández Cabañas
¡Qué bien y qué fiel retratas esa época!.También sabes que por hurtos más necesarios e imprescindibles, se podía acabar en el cuartelillo con una paliza de muerte.¡ Menos mal que lo de tía Rosita acababa en un festín!.
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