Abuela Paca:
Me acuerdo de ti por un programa que he oído en la radio
sobre las abuelas. Me acuerdo de cuando pasabas el sacudidor por las paredes de
tu casa y quitabas las telarañas del techo. Estoy viendo el sacudidor, era un
cacho trapo atado a un palo y ¡cómo cuidabas de tu casa! Te veo en ese pasillo
largo que tenía tres pasos: el primer
paso, el segundo paso y el tercer paso.
El primero era el que
tenía unos maceteros altos y unos cuadros de fotos en blanco y negro de escenas
de una familia de la época sentada en una silla, una mujer con el pelo largo
con bucles que me recordaba a la canción que tanto se cantaba en las verbenas
de las fiestas de verano por la noche en el caluroso pueblo del sur en el que
me crié, la canción era: Julio Romero de
Torres pintó a la mujer morena con los ojos de misterio y el alma llena de pena
…
En tu casa de paredes blancas enjalbegadas también tenías
bodegones fotografiados en color sepia de piezas de caza como perdices y frutas
recién traídas de la naturaleza, como era nuestro pueblo todo rodeado de campo
con naranjos olivos y huerta de higueras, nogales melocotoneros y almendros. El
agua que no dejaba de correr por el rio Guadiana y por sus canales y acequias
donde trabajaban tus hijos y tú marido y a dónde íbamos todo el pueblo en
romería a celebrar el día de San Isidro labrador
El segundo paso tenía
una chimenea grande y una especie de cocina donde nos sentábamos en una mesa
camilla a asar castañas en el fuego de la chimenea y una despensa pequeña como
una alacena que tenía unas puertas de madera con agujeritos para que le entrara
el aire a los alimentos que tu guardabas allí
por ejemplo: queso, chorizo, cola cao, galletas y que tanto nos gustaba
abrir a nosotros tus nietos de cinco a diez años.
Y como la casa tenía doblado,
al que nunca subíamos los niños porque ahí mi padre, tío Aurelio y abuelo
Aurelio tenían herramientas importantes de labranza que no podíamos tocar y a
veces subíamos con uno de ellos y ¡cómo se les caía la baba enseñándonos sus
preciados menesteres!
Pero nos dejabas hacer la cruz de mayo en el hueco de la
escalera que decorábamos con un pequeño altar, una cruz de bronce que nos
prestabas y unos geranios del patio. Así pasábamos entretenidas el mes de la
virgen y cantábamos poemas que nos enseñaban en la escuela a la ficticia Virgen
María a la que le dedicábamos el altar que para nosotras solo tenía un sentido
lúdico.
En el tercer paso
había un salón grande cerrado por la puerta acristalada con ventanitas
de madera y su pestillo de hierro, desde la que veíamos las
escaleras del patio todo lleno de geranios y plantas de claveles con su aromas
fresco y perfumado y era donde comíamos todos juntos en una mesa comedor larga
y de madera de fresno, con su hule a cuadros blancos y azules que nos peleábamos
por recogerlo y enrollarlo en una caña que había secado y pulido abuelo del cañaveral del río. A ambos lados
del comedor había dos cuartos grandes uno con el aceite en una tinaja enorme de
lata (el aceite para todo el año) y los chorizos y jamones colgados del techo.
Este cuarto no tenía puerta sólo una cortina oscura de lona marrón y allí las
que más entrabáis erais tú, mi madre y las titas. No recuerdo haber visto
entrar a ninguno de los hombres de la
casa.
Pero el cuarto más cálido era aquel en el que tenías la
cocina económica de carbón en el que en las tardes de invierno mientras se
cocía el guiso lentamente, escuchábamos contigo el programa infantil de Perico y Periquín de la radio con la voz
de Matilde Conesa y luego tú nos contabas el cuento de Los siete cabritos y el Lobo y con tu exquisita elocuencia nos
trasladabas al mundo de la fantasía y entre telas, tijeras agujas e hilos nos
enseñabas a hacerles vestiditos a nuestras muñecas.
Maribel Fernández Cabañas
¡Delicioso relato y, seguro que, merecido recuerdo a la abuela!, Y como colofón, esa entrañable foto.No falta un perejil!!!.
ResponderEliminar