En casa de mi abuela.
En el primer paso de casa de mi
abuela, a mano derecha, había una sala con el piso de baldosas rojas y blancas
tipo ajedrez, con una ventana inmensa que daba a la calle principal. Los
muebles eran los del ajuar de mi madre, donde guardaba tacitas de loza
preciosas y nos dejaba sacarlas para jugar a las casitas, también estaban los
del ajuar de mi abuela de otro estilo más sobrio y que no podíamos tocar. A esa
sala daban dos alcobas: Una la nuetra “la de las niñas” y otra la de mis padres;
la de mis padres tenía un misterioso armario empotrado que era de uso y
disfrute exclusivo de mi abuela y estaba prohibido abrir.
Un día en el que mi madre invitó
a comer a mis primas y mientras todos los mayores estaban en su rato de asueto:
mis abuelos dormían la siesta en su habitación, en el ala izquierda de la casa
y mis padres estaban en el cuarto de la cocina, al fondo del todo charlando de
sus asuntos en voz baja.
Las niñas nos fuimos a la alcoba de mis padres,
a donde no entraba la luz del día, encendimos la bombilla tapándola con un
pañuelo de seda de mi madre, para que nadie descubriera, por la luz encendida,
que estábamos allí.
Nos pusimos a rebuscar en el
pequeño armario empotrado de mi abuela, al ver la llave puesta, donde nos quedamos
atónitas e ilusionadas, como cual pirata cuando encuentra un tesoro. De allí
sacamos tesoros inservibles y valiosos de un mundo que todavía nos estaba vetado:
Una mantilla negra con su peineta, un traje de bodas, una peluca bien puesta en
un maniquí, una magnifica cámara de fotos, como las que habíamos visto en las
películas y que nadie del pueblo tenía y un artilugio de mano con cable
eléctrico, que al enchufarlo a la pared hacía mucho ruido y movía sus tres ruedillas
.Nuestros ojos infantiles abiertos como platos no podían abarcar todo aquel
mundo de tesoros desconocidos y excitantes y empezamos a utilizarlos como
nuestra edad nos daba a entender .
Al cabo de un buen rato las
muñecas, de sonrisa paciente y el pelo
largo aparecieron afeitadas al rape y mi abuela se presentó con un camisón
blanco de gasa diciendo niñas: ─ ¿Qué ruido es ese que me ha
despertado? y cuándo vio lo que habíamos hecho, gritaba llevándose las manos a
la cabeza: ¡Jesús José y María!, ¡Por los clavos de Cristo! ¡Eso es de los tíos
de Madrid! Salimos a correr y a
escondernos al corral con las gallinas. Aquel día nos habíamos adentrado en el
mundo adulto que tan prohibido teníamos.
Maribel Fernández Cabañas
¡Estas niñas!. Pero, es que lo de trastear, cuando niños, en los cajones y armarios donde los mayores guardaban sus cosas, era algo que no se podía evitar.Claro, que luego venían las consecuencias!!!.
ResponderEliminarque bonito relato me gusto muchisimo ☺
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