Amanda.
Amanda estaba enferma pasaba los días en cama débil sin ni siquiera
poder pasar las hojas de un libro y sin nadie en Madrid. Sólo sus cariñosos
vecinos la visitaban y le traían la comida aunque no tenía apetito.
Amanda que se pasaba el
día en bicicleta yendo a su oficina y viniendo al piso…
Ahora el dolor en el
pecho, la tos, no se le iba.
Amanda que en sus tiempos buenos había llevado
al parque a los traviesos hijos de Teresa y en su piso de soltera le había guardado a su marido un
sinfín de esculturas que el por falta de espacio no podían guardar en su piso.
Ahora esta la acompañaba al hospital.
Amanda,
que estaba alicaída y mustia, y después
de pruebas le detectaron una tuberculosis con lo cual se tuvo que quedar
ingresada.
Por la ventana de la habitación apenas si
vislumbraba el cielo. Ella que era de pedalear y de andar y ver, ahora en
cama.
Los días pasaban muy lentamente y sin color sabanas blancas, enfermeras médicos de bata blanca, el
desagradable olor a alcohol y todo tan aséptico y cerrado. Añoraba el olor a
lavanda que recién amanecido cortaba cada mañana del jardín de su calle, los senderos del parque a donde iba con los niños de teresa y
corretear y jugar entre las ramas de los
ficus y magnolios gigantes al escondite. El aire, la libertad.
Un día llegó su hermana en avión y le traía caracolas marinas, conchas
de playa y fotos de cuando se resbalaban por las dunas de arena de Tarifa, también le leía poemas de Alberti y
le cantaba canciones de amor.
Al cabo de dos meses pudo salir de la blanca habitación a contemplar los azules, verdes, amarillos y
verdes colores de la vida.
Su hermana y ella, con
una enfermera, permanecieron una larga temporada en la casa antigua de la
familia a la orilla del mar Atlántico en
la provincia de Cádiz.
Una vez curada allí se
quedó para siempre, con su nuevo trabajo de florista.
El mar era lo suyo, las
cartas iban y venían del Atlántico a la capital de interior, cartas con olor a
lavanda para Teresa.
Maribel Fernández Cabañas