Siempre que paso por el parque
que está cerca de mi casa, me encuentro allí a mis vecinos, los de los perros.
Uno de ellos es Andrés, un anciano que debe rondar los ochenta y tiene una
perrita blanca que hace tiempo que se quedó ciega. Yo suelo sentarme en un
banco a charlar con él. No le falta conversación porque enseguida me habla de
cualquier cosa.
Ayer me contó lo que iban a
cocinar él y su mujer, que también está jubilada y es más joven que él.
─El domingo llamó mi hijo y le
dijo a su madre que le preparase una fiambrera, que mañana estaría todo el día
fuera de casa. Así que esta mañana he ido a un supermercado que está algo
lejos, pero donde tienen un pan rallado más natural y más grueso que el del
súper de aquí al lado. Así los filetes quedan más jugosos y además este pan
absorbe menos aceite.
Y mi vecino saboreaba cada palabra como si
fueran trocitos de aquel filete que cocinaría su mujer. A Andrés le gusta oírse,
el cree que habla muy correctamente, antes era taxista y esta profesión se
presta mucho al palique con los clientes.
Yo le seguía la conversación
encantada, porque normalmente cuando doy una vuelta por el parque es porque tengo ganas de verlos a
ellos, a mis vecinos mayores de los perros.
Son los que más conversación dan, quizá porque nunca tienen prisa, cosa
que es de agradecer en una gran ciudad.
Son mis amigos y me alegro de
verlos, hoy por ejemplo que no puedo bajar a conversar con ellos, porque estoy
convaleciente. Al verlos desde la terraza se me alegra el corazón y pienso:
¡Qué bien mis amigos, pronto los
veré y podré contarles lo que me pasa!
Amelia es otra de mis amigas. Fue asistenta social y con ella tengo más
amistad que con el resto. Alguna vez hemos quedado en uno de los bares de la
manzana y las dos hemos departido sobre nuestras vidas, sin profundizar porque
en esta gran ciudad se mira mucho la discreción e ir poco a poco hasta que te
consideran amigos de verdad y es entonces cuando dan el paso de invitarte a su
casa.
Por ahora con Amelia, que tiene un perrito
marrón, sólo nos hemos dado los números de teléfono y cuando hace tiempo que no
nos vemos nos telefoneamos.
También está Herminia que es la
más mayor del grupo y anda muy despacito y con bastón pero no por eso deja de
ir a la peluquería o maquillarse todos los días. Herminia es de las que solo
sale de la manzana cuando su hija o sus nietos la llevan en coche a algún restaurante.
Entonces ella me lo cuenta con todo lujo de detalles, como si fuera del barrio
existieran pescados y verduras distintos a las que nosotros conocemos. La
perrita de Herminia es la más pequeñita del grupo, negra andarina, tímida,
miedosa. Herminia la quiere y le habla como si fuera una persona.
Estuve un tiempo sin ver a Herminia y supuse
que habría cogido un catarro, a los que era muy propensa, cuando la volví a
encontrar la noté muy desmejorada. Le pregunté que si le pasaba algo y la mujer
se echó a llorar. Me dijo que había estado «muy pachucha», y que se había
sentido muy débil. Tenía miedo ―dijo― de estar sola en casa por las noches. No
veía el momento de que se hiciera de día
y bajar con su perrita al parque.
A Herminia se le había metido en
la cabeza que se iba a morir. Pensaba que se la llevaría la muerte de noche y
que si la cogía despierta ella no se moriría. Lo peor era que por la noche
quería hablar y no tenía con quien. Todos los del parque que eran sus únicos
amigos estarían durmiendo y a su hija no quería preocuparla y además sabía que
su hija, con lo estresada que iba con sus desplazamientos de Barcelona a
Sudamerica por motivos de trabajo. Herminia para no estar sola veía hasta altas
horas de la madrugada la tele o
escuchaba la radio en el salón sin irse a su cama donde creía que estaría más indefensa
si le llegaba la muerte.
Me quedé muy preocupada y decidí
llamar a Amelia porque creí que debido a su antiguo trabajo podría encontrar
alguna solución.
La llamé por teléfono y nos fuimos, a
desayunar a una acogedora cafetería al lado del parque.
Una cafetería con mullidas sillas tapizadas de color azul
marino, hilo musical con música clásica, jarrones de flores en todas las mesas,
cuadros imitación a las pinturas de Sorolla
en todas las paredes y en el fondo, en un reservado, una maqueta enorme de un
barquito de vela.
Yo estaba angustiada por Herminia
y al contárselo a Amelia esta me dijo que en la universidad había visto
anuncios de universitarios que buscaban habitación en casa de abuelos a cambio
de compañía y ayuda del hogar.
Al día siguiente me recorrí varias universidades de Barcelona y
anoté los teléfonos de algunos de esos anuncios de estudiantes de otras
capitales de provincia y de pueblos que buscaban algo así.
Como Herminia no estaba para
cavilar mucho se lo dimos todo hecho y al cabo de unos días conseguimos que una
universitaria viniera al parque y se la presentamos a Herminia contándole que
era una estudiante de medicina que
buscaba una habitación donde alojarse y que venía de un pueblo de la sierra de
Cádiz.
Al principio Herminia fue un poco
reticente a meter a una extraña en su casa. Nunca se le había pasado por la
cabeza, pero poco a poco, Amelia y yo la fuimos convenciendo de que era una
buena solución. Núria, que era una muchacha dulce y paciente, empezó a
frecuentar el parque algunas tardes para charlar un rato con Herminia e irse
conociendo. Le explicó como era su pueblo allí en la sierra, cuántos hermanos
tenía y que estaba triste porque hacía poco que había perdido a su abuela, a la
que quería mucho porque, prácticamente,
la había criado, ya que sus padres eran comerciantes y andaban siempre de un
pueblo a otro.
Al cabo de unas semanas, Herminia
esperaba impaciente esos encuentros, y al mes ya estaban viviendo juntas.
Herminia le preparaba suculentos
guisos «come, que estás muy flaca», la animaba. A cambio Núria la ayudaba en
las tareas de la casa.
De alguna manera Herminia se
rejuveneció con la presencia de Núria. Nunca le faltaba alguien con quien
hablar o compartir sus historias de juventud o sus inquietudes,
Núria encontró una «nueva
abuela», que la mimaba y le daba cariño.
Ahora Herminia ya no tiene miedo
a las noches ni a meterse en la cama, ni siquiera a la oscuridad. Sólo se
siente un poco triste cuando piensa que el verano está a la vuelta de la
esquina, y que Núria regresará a su pueblo
para pasar las vacaciones. Pero luego se anima porque su hija le ha
dicho que se la llevará con ella al apartamento de la costa un par de semanas.
Además, ella sabe que el tiempo pasa veloz y que enseguida volverá septiembre y
con él, su querida compañera de piso: Núria.
Maribel Fernández Cabañas