Mi vecino Jesús
de sesenta y siete años, se conserva bien. Mide un metro setenta, tiene el pelo
entre canoso y castaño, su cara es alargada, de nariz prominente, boca risueña
y sus pesadas gafas, de cristales gordos de miope, casi no dejan entrever nos pequeños ojillos alegres y
castaños. Lo que más me gusta de él es que aunque tenga constipado o un
esguince de tobillo y lleve muletas, siempre que me lo encuentro, vestido a
diario con su traje de chaqueta y en chándal los fines de semana, va contento y da unos buenos días muy generosos,
parándose un ratito, como si ese momento fuera más importante que llegar a su
hora al trabajo y me alaga con sus cariñosas palabras de cordial vecino.
Recordándome que fuimos los primeros en venir a esta finca de la calle Joan
Miró, 93 de Barcelona:
─ ¡Cuánto ha crecido tu hijo Luisito! Era un
bebé cuando nos vinimos a vivir aquí y ahora está hecho un hombre! - Me dice
amablemente.
─Dile de mi
parte que cuando me vea por la calle que me llame. Me gustaría saludarlo, y yo
casi no veo a la gente, tengo mal la vista.
Y se despide de
mí, cariñosamente
Maribel Fernández Cabañas
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