Bordados
Recuerdo cuando yo y mi hermana
íbamos con las botellas de Coca-Cola de
dos litros llenas de agua congelada, agua que se iba deshaciendo con el calor
en plena siesta sofocante. Pasábamos esas horas de calor bordando sábanas de Holanda
para el ajuar de mi prima la mayor, sentaditas en sillas de nea, menos la silla
de Merceditas que no nos la dejaba tocar Juliana. Era la silla de la hija del médico
con el respaldo de madera labrado con sus iniciales y el asiento tapizado en
color granate aterciopelado y como Merceditas faltaba mucho porque pasaba los
veranos haciendo recuperaciones en su colegio –internado pues a todas se nos
antojaba esa silla, ante la negativa de Juliana:
─ ¡No esa silla no, que es de Merceditas!
Entre trago y trago de agua fría,
unas niñas de la botella del congelador y otras del botijo de barro, pasábamos
las horas de más calor a la sombra de la sala grande de coser que daba al patio,
donde si nos portábamos bien nos dejaba salir con las sillas.
Allí sentadas alrededor del pozo de agua
blanco enjalbegado, bajo el sombrajo de lona gris, hacíamos festón, vainicas,
bordados de filtiré en la tela cara de Holanda puesta en un bastidor. Nuestras entrenadas
y ágiles manos ya habían pasado por coser en telas de peor
calidad y por hacer muestrarios y “tú y
yo” de punto yugoslavo en telas de mantel de cuadritos.
Juliana era muy seria y tenía una
verruga blanca en la nariz, gritaba con voz chillona:
─ ¡Niñas a coser, nada de hablar!
Pero aunque yo era de las formalitas me
apuntaba a las risas de Ana Majuelo y mi prima Rosaura que siempre se inventaban
algo para jugar o cantar. Teníamos un ratito de asueto en las traseras de su
corral, que daban a las barreras del rio, y estaban llenas de chumberas .Mi hermana
y yo nunca habíamos tocado los higos
chumbos porque eran como cactus. La señora Juana los vendía en un cesto por la
calle ya pelados y decían que eran frescos y ricos. Fruta de las chumberas de
los alrededores del pueblo que aquel día me entere bien de lo que eran: Un
sinfín de infinitos pinchos tal cual alfiles se me metieron por la espalda sin yo verlos y
por todos los brazos y piernas; mi madre con sus risas me los fue quitando con
unas pinzas de depilar las cejas, de uno en uno y me llenó todo el cuerpo de
polvos de talco para que pudiera medio dormir.
Desde ese día vi que los higos chumbos no eran
para mí, que prefería coger unas inofensivas naranjas de cualquier huerta del
pueblo. Pero le acabé unas sábanas de Holanda bordadas en blanco marfil, con
florecitas, hojas y bodoques para mi prima Rita, la cual quedó tan contenta
conmigo que cuando enseñaba su ajuar a todas las vecinas les decía que era yo
la autora del bordado, una chiquilla de 12 años.
Maribel Fernández Cabañas