De tiendas.
Corrían los años setenta por nuestro pequeño pueblo de
calles empedradas, al que aún le faltaban muchos años para “modernizarse”.
Mi hermana y yo de nueve y diez años, respectivamente, y las
dos primas de la misma edad, acompañadas de mi madre y mis tías, que nos llevaban, en autobús de línea al pueblo
de al lado, de calles asfaltadas, semáforos y coches.
Teníamos que madrugar pero contentas, ya que iban a
comprarnos ropa y zapatos al centro de
la comarca donde había todas las tiendas que en nuestro pueblecito faltaban.
Allí, nos compramos esos abrigos de paño con botones militares.
Yo de color marrón una de mis primas verde pistacho. Mi hermana y mi otra prima
azul marino. Y tan contentas que íbamos. La tienda de ropa estaba en la plaza
de Hernán Cortes, con jardines de seto bien podado y una fuente.
En mi pueblo lo único que había eran “las barreras” del
camino a los bebederos de los burros, llenas de chumberas y pitas o cactus y
nos entreteníamos cortándolas para vender sus trozos, después de quitarles los
pinchos con un cuchillo de cocina, en el comercio que montábamos, mientras
jugábamos a las “casitas” en la calle Santiago, que no tenía fuente pero si una
piedra de molino enorme, donde nos sentábamos a jugar e incluso, ya de mocitas,
a coquetear con nuestros novios.
Mi madre, nos cuidaba la ropa para que nos durara más de un
año, guardándola en una funda de tela en el perchero con polil y entrándole al
largo del abrigo recién comprado y dos tallas más grandes, para que aguantara
años o sacándole cuando crecíamos.
Lucíamos esos abrigos por la calle para ir
al colegio, también para salir los domingos con nuestros padres a tomar el
vermut y de ahí irnos a comer a casa de nuestros abuelos.
Maribel Fernández Cabañas.