Mi vecina Julia.
Julia me
transporta al mundo de los abuelos que madrugan los domingos y dan un paseo
matutino cogiditos del brazo por esta calle ancha en la que vivimos y que no
tiene edificios enfrente, que da al paseo marítimo donde andando unos cincuenta
metros hacia el horizonte, te encuentras con las olas, la arena y los
pescadores, a esas horas matutinas en las que Julia y José pasean. Los veo
desde mi balcón mientras estoy regando las plantas con flores primaverales y echándole
de comer a mi mascota Nina.
A media mañana cuando estamos el animalito y
yo en el salón- escritorio, esperando a
que alguno de los habitantes de nuestra casa se despierte, para saber si vamos
a comer los tres juntos o no, sólo la música clásica rompe delicadamente el
silencio y me hace más agradable la lectura que tengo entre manos. Ellos están
soñando en sus habitaciones porque han
trasnochado en la noche de sábado, sin ni siquiera salir de casa, entretenidos con sus hobbies nocturnos,
muy contrarios a los míos que son cerrar los ojos tempranito.
De pronto suena
el timbre y yo contenta porque serán los pequeños vecinos de cuatro o cinco
años, que vienen a por caramelos y a contarme a donde van a ir con sus padres o
¿será Julia?, ambos bienvenidos. Traen la energía del día, del sol, de la
actividad alegre de un domingo, en el que Julia me da los buenos días y me
cuenta la receta que va a hacer y me pide el ingrediente que le falta, a la vez
que me relata quienes van a ser los comensales: Sus “nietecicos”, como dice
ella con diminutivos de su tierra granadina, su hija y su yerno. Ella cocinará
una paella para todos y a mí me llega el olor a pimientos sofritos con un
poquito de tomate y lo olfateo imaginándome que está puesta la sartén al fuego,
mientras me pide arroz y le agradezco que no me pregunte por mi familia, tan diferente
a la suya que está despierta y dispuesta a sentarse en una mesa grande como a
mí me gustaría. Y me alegro de tener ese paquete de arroz que me pide y de
estar vestida y bien peinada para poderla recibir.
Al rato, cuando
ella se va, mi hijo me da los “Buenos días mamá”, con los ojos medio cerrados y
el pijama puesto. Siento la alegría de tener a alguien despierto a quien
ponerle un zumo de naranja y me pregunta: ¿Era Julia verdad? ¿Y que venía a
pedirte? Entonces yo ya sé que hoy domingo comeremos tarde, porque los
esperaré. Me vuelvo al salón con mi libro y me recreo felizmente, en unas
líneas que escribe una mujer con el pelo canoso y que me encanta: Carmen Martín
Gaite, en su libro “Lo raro es vivir”. Y en ese momento viene sigiloso mi
marido a contarme lo que ha soñado y dejo a esta escritora fantástica y me voy
con él a la cocina. Le preparo un café y él me da un leve beso medio
adormilado.
Entonces yo ya
sé que nosotros hoy comeremos de forma muy diferente a Julia: un pollo asado
que recogerá mi marido en el asador del barrio. Y que la paella de la escena
familiar que me cuenta Julia en mi casa se pospone a la noche, que es cuando mi
familia está en plena actividad: Se ponen manos a la obra en el fogón con los
fideos chinos con verduras, a las nueve de la noche, y yo digo: ¡Nunca es tarde
si la dicha es buena!
Maribel
Fernández Cabañas
Gracias por tus relatos y por llevarme nuevamente a Barcelona y a sus aromas. Un beso. Pilar
ResponderEliminarTambién a mí me cae bien Julia, por ser de Graná como mi padre y por la forma en la que tú nos la presentas.Deliciosa descripción con un final de oro ¡como siempre!.Besos.
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