Cuando Julio y yo recorrimos los puentes del Sena, en aquel
verano en el que dejamos a nuestro hijo a cargo de su tía Ester y nos
hospedamos en un pequeño hotel no muy alejado de Notre Dame.
Contemplábamos la
vida que circundaba en ese mercadillo antiquísimo de libros de páginas
amarillas y llenos de gente sencilla que miraban compraban incluso hojeaban,
eran parisinos humildes.
Había otro lugar muy especial para los que no habían podido
veranear, un lugar en la orilla del Sena tan bonito como las playas de siempre
con su casetas vestuarios a rayas azules y blancas y sus tumbonas de madera y
lona del mismo color, la gente era feliz en esa playita y aprovechaban para
brocearse y relajarse tomando los rayos del sol y contemplando el animado río y
a los turistas que pasaban en las grandes barcazas de paseos no tan asequibles
al bolsillo.
Y es que los puentes del Sena tienen luz, vida y belleza.
Maribel Fernández Cabañas.
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