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LA BOLSA



 Lucía tenía una lista de cosas por hacer. Necesitaba sin falta ir a la peluquería pero también quería que su amiga Susi fuera la primera de las amigas lejanas en recibir su nueva obra literaria.  Con el fin de semana de por medio, hoy era el único día en que correos aún estaba abierto.
Así es que se fue  a correos, alejado de su barrio. Después de hacer cola pudo enviar el libro a Susi y se metió en la primera peluquería que vio. Las dos peluqueras estaban ocupadas y ella se sentó a esperar su turno desde el silloncito blanco, tapizado de agradable tela de algodón con un cojin en el respaldo. Observaba a las peluqueras, la una estaba haciéndole la manicura a una señora de unos setenta y algo de años con acento argentino y charlatana. Vestía  ropa de diseño y   gafas de montura roja de última generación.
Lucía añoraba a su querida peluquera Noelia, que  tenía cerrado.
Noelia  siempre ponía música clásica, la clientela era sencilla y silenciosa. Así Lucia podía  concentrarse en la lectura de su libro favorito mientras esperaba.
La otra peluquera estaba peinando a una jovencita calladita.
Había otra señora mayor que no paraba de mirar una bolsa grande que había dejado en el suelo, al lado de uno de los sillones situados frente a los espejos grandes de pared con el secador a la izda.
A lucia no le extrañó que la bolsa estuviera en el suelo, ella acostumbraba hacer lo mismo con  su mochilita. Lo raro es que la mirara tanto. Esta señora era un poco más mayor que la otra, llevaba los labios pintados de un rojo fucsia que chocaban un poco con sus cañas que amarilleaban. Ataviada con ropa cara y zapatos de lujo, sacó de la bolsa un chucho raquítico que, al parecer, tenía sed.
La peluquera, que ya había terminado de hacerle la manicura a la charlatana, aunque esta no daba por terminada su conversación.Versaba sobre unos auriculares  sin cable con los que podía escuchar y hablar por el móvil.
 La peluquera con mucha educación la escuchó un rato más y también atendió a la señora del chuchito y le ofreció un cuenco con agua
─ ¿Es del grifo?
─ Sí
 ─ ¡Qué horror del grifo! Mi Ñuñú sólo bebe agua embotellada.
Y la peluquera se llevó el cuenco con agua por donde lo había traído.
La señora mayor cogió en brazos a Ñuñú,  después de arrugar la boca varias veces como con ganas de decir algo incómodo. No dijo nada y se levantó con Ñunú en brazos, entró en el lava- cabezas, cogió una bata morada del perchero, se la colocó ella misma, paseándose inquieta por el poco espacio que quedaba libre entre tantos sillones y champuses. No dejaba de mirar para la peluquera de la manicura.
Pero ella debía de tener la misma categoría de clienta que la argentina porque la peluquera, hasta que no se probó en sus orejas los auriculares sin cable, de la tal señora, le cobró y le dio un abrazo de despedida, no la atendió.

Maribel Fernández Cabañas










CONEJOS GIGANTES

                                     
 Mi primo Argimiro  le escribía cartas de amor a Loli la del lunar bonito y decía que era su novia y que se iba a ir con ella de viaje, en aquellos tiempos que casi nunca se viajaba y que casi nadie de mi pueblo tenía coche.
 Recuerdo a Loli. Era presumida, guapa, provocadora, de labios pintados en un rojo fuerte con el pelo largo, liso, moreno y de tez muy blanca, con un atractivo lunar entre la cejas. Loli vivía en la calle de la Era que no era de tanto estatus como la calle Alta donde vivía mi primo. Yo intuía que a mi primo le faltaba algún tornillo pues cuando yo iba a su casa a visitar a mi tío Grego, su padre, éste siempre me recibía alegremente y me daba de todo lo que tenía y se tomaba con humor incluso  las desgracias y tenía muchos animales en su corral  algunos eran muy queridos( los gatitos) y los tenía en su falda mientras veía la tele. Y qué bonito todo, qué ordenado y que suaves. Mi tío tenía tractor y mucha maquinaria agrícola, también tenía un Citröen 2CV y luego tuvo un mil quinientos. Era de los pocos agricultores de su generación que sabían conducir, la mayoría utilizaban el carro y las mulas para ir al campo a trabajar y para moverse al pueblo de al lado el autobús.
Mi tío quería y se dejaba querer , cuidaba mucho de mi primo Argimiro y cuando este pasó por una mala época en la que todo le molestaba y que no hacía nada más que comer y fantasear  con que se iba a hacer rico criando conejos gigantes, él permitió que los comprara y que los cuidara. Pero a mi primo le entró un afán desmesurado por ellos. Se pasaba el tiempo en el corral con los conejos a los que ningún primo nos podíamos acercar y le daba voces a su hermana. Yo lo recuerdo así a mi primo Argimiro.
Loli, el amor de mi primo, se esfumó con el apestoso olor a conejos gigantes que desprendía él, que detestaba el agua y el jabón tanto como los gatos y no había manera de que se metiera en la ducha, como bien le repetía su hermana.
Maribel Fernández Cabañas





Jesús Álvarez


Mi vecino Jesús de sesenta y siete años, se conserva bien. Mide un metro setenta, tiene el pelo entre canoso y castaño, su cara es alargada, de nariz prominente, boca risueña y sus pesadas gafas, de cristales gordos de miope, casi no  dejan entrever nos pequeños ojillos alegres y castaños. Lo que más me gusta de él es que aunque tenga constipado o un esguince de tobillo y lleve muletas, siempre que me lo encuentro, vestido a diario con su traje de chaqueta y en chándal los fines de semana, va  contento y da unos buenos días muy generosos, parándose un ratito, como si ese momento fuera más importante que llegar a su hora al trabajo y me alaga con sus cariñosas palabras de cordial vecino. Recordándome que fuimos los primeros en venir a esta finca de la calle Joan Miró, 93 de Barcelona:
 ─ ¡Cuánto ha crecido tu hijo Luisito! Era un bebé cuando nos vinimos a vivir aquí y ahora está hecho un hombre! - Me dice amablemente.
─Dile de mi parte que cuando me vea por la calle que me llame. Me gustaría saludarlo, y yo casi no veo a la gente, tengo mal la vista.
Y se despide de mí, cariñosamente

Maribel Fernández Cabañas



NOSOTROS LOS VIVOS


Nosotros preparamos un altar para que nuestros muertos vinieran a visitarnos.
Nuestras primas de México nos trajeron el árbol de la vida, con sus ramas de cerámica floreadas y las calaveritas de azúcar para mis niños, nosotros hicimos el pan de azahar que tanto le gusta a nuestros muertitos.
Laura, ¿dónde ponemos la calavera de cerámica que nos trajeron las primas?, decía Florencio, su marido con su acento de Burgos y con el pobre gato negro y miedoso encima de las piernas. Al pobre gato de chiquito se le derramó encima aceite hirviendo en un accidente doméstico.
Teníamos toda la casa perfumada de velas de lavanda puestas en el altar junto a la foto de nuestro difunto y alegre amigo Melquiades, abriendo una botella de champan  y con la sonrisa de oreja a oreja y lo recordábamos tal cual era él en vida. También  la foto de nuestros padres en su ochentavo cumpleaños, pelo canoso y llenos de arrugas, pero en un momento feliz.
Laura,¿ dónde pongo los nachos con guacamole preguntaba Enriqueta, su  hermana mayor ¿ Aquí en la parte de la mesa reservada para nosotros los vivos: Mis honorables amigos catalanes y nosotros, que nos reuniremos alrededor del altarcito  para conversar largo y tendido , esta  bonita noche de difuntos.


Maribel Fernández Cabañas


URGENCIAS VETERINARIAS

URGENCIAS VETERINARIAS.
Un viernes por la mañana me levante con la casa llena de vómitos: uno debajo de mi mesa escritorio del salón, otro al lado del piano, otro en la terraza y curiosamente Nina, la mascota perruna de la casa, no corría detrás de mí para que la paseara sino que estaba con el rabo entre las piernas. Después de un laborioso y desagradable trabajo de limpieza me la llevé a la calle y esperé a que abrieran en la consulta de la clínica veterinaria. Allí la llevé, en un taxi que admitía perros y me tocó la temida veterinaria Pilar del partido animalista, defensora acérrima de la especie animal, miró el historial de Nina y me echó las culpas del sobrepeso del animal. No le estaba dando el pienso light que ella me había indicado, un pienso que le le aligera el tracto intestinal y hay que sacarla a la calle cada dos por tres a hacer sus necesidades.
Después de repasar el peso, repasó su piel y sus oídos y su tensión y su abdomen y me dió un buen repaso a mi, sin darme una solución para los vómitos.
 Al cabo de dos horas allí, en la que todo hay que decirlo, a la perra le hicieron una ecografía de abdomen y también una analítica de sangre y me mandaron a la otra punta de la ciudad a un hospital canino con un supuesto tumor en el intestino.
Tuve que decidir entre operar o eutanasia opte por lo primero y a las nueve de la noche me dijeron todo ha ido bien, era un hueso de melocotón. Ya he suspirado por eso puedo contarlo. Nina ahora pasea con un bozal, para que no se lleve nada a la boca sólo el pienso light.

Maribel

Tranquilidad

Lucía vive en la ciudad ideal, su Barcelona, la ciudad de la Literatura.
Y en su tranquilo barrio al lado de la playa.
Lucía está sola en casa su marido y su hijo se han ido a pasar la mañana a la Sierra de Collserola con la paciente Nina su perra que casi nunca sale a correr por el campo.
Y ella ha podido ocupar el espacio más luminoso de la casa con un gran ventanal al mar.
Hoy reina el silencio sólo se oye el alegre y reconfortante ruido de un hogar en marcha (la lavadora, el lavavajillas y  la olla exprés)
Pocas veces está su casa tan vacía como hoy. Las vacaciones de verano han sido muy largas y muy caseras con las consiguientes visitas, algunas inesperadas como lo fue la de los Pérez que venían de pasar quince días en La Costa Azul francesa y les hacía mucha ilusión quedarse una semana, ya  que sólo se ven una vez al año. Esa semana la casa parecía un hotel, todas las habitaciones completas hasta el estudio se convirtió en dormitorio y tuvieron que abrir el sofá cama del salón.
Hoy Lucía tiene que aprovechar la tranquilidad.

Maribel Fernández Cabañas




La granja

                 
                                           
Lucía  se despertaba siempre  con la primera luz del sol. Vivía en una granja y mientras sus siete hermanas seguían durmiendo, ella cuidaba de los animales de la granja en la que vivían: le echaba pienso a la yegua, a las mulas, a los cerdos, a las gallinas….Cuando terminaba regresaba a la casa y preparaba  el desayuno  para sus siete hermanas: Siete  buenas tostadas con sofrito de la matanza y siete  tazones de café con leche.
A las nueve en invierno y a las ocho en verano, Lucía las despertaba a todas cantando contenta: Corre, corre caballito, corre por la carretera corre, corre caballito que la cuadra allí te espera…
 Mientras desayunaban, Lucía y sus siete hermanas, hacían el planing del día: Por la mañana acudirían a la escuela. Algo imprescindible si querían dejar de ser granjeros y convertirse en Funcionarios del Estado, tener un sueldo fijo y vivir en la ciudad, donde podrían ir al teatro, al cine, a conciertos y otros espectáculos, que en una granja ni por asomo se pueden ver.
 Por la tarde ayudarían a Lucía, que era la que llevaba todo el peso de la granja. Para que ellas pudieran convertirse en siete mujeres de provecho: Ordeñarían las vacas, trabajarían en el huerto recolectando las zanahorias y las patatas y  cada una se lavaría  su ropa en el panero.
 ─Nada de juegos. Ya echaremos un parchís por la noche en la mesa de la cocina al calor de la chimenea ─dijo Lucía─.
Pero una mañana mientras ella fregaba el porche y tenía  al fuego unos garbanzos, llegó a caballo una mujer de larga melena negra, con una verruga en la nariz y un vestido oscuro.
 Que ofreciéndole una manzana le dijo a Lucía, que estaba asustada:
─ Muérdela que se te pondrán los dientes fuertes y te dará alas como el rebull.
Lucía, que siempre había sido una chica muy ingenua, se lo creyó y se la comió entera.
 Por la tarde cuando llegaron cantando  sus siete hermanas de la escuela
Ay ho!!Ay ho!! Ay ho, ay ho, al campo a trabajar…
Se extrañaron un poco de que su hermana la mayor no saliera a abrazarlas y además les dio un tufillo a quemado.
─Hermana, hermanita ya estamos aquí dispuestos a trabajar ─dijeron a coro entrando en la casa─
 Se la encontraron tumbada en su cama. Parecía como dormida. La rodearon y todas empezaron a darle besos en la frente, a tocarle la mano y hasta la zarandearon, pero Lucía no despertaba.
 Entonces  las dos más mayores, que iban para enfermeras, dijeron:
─ Le late el pulso está dormida
Y le prepararon un café con sal bien cargado .Entre las dos la incorporaron y con un biberón le hicieron tomarse el brebaje,
 Lucía vomitó hasta la primera papilla y les contó lo que había pasado.
La mujer del caballo apareció al día siguiente a la misma hora. Pero esta vez, cuando la vio, Lucía se armó de valor y sacó a todos los animales de la granja a recibirla. El caballo de la malvada se espantó, alzándose sobre sus dos patas traseras. Eso hizo que la mujer de negro cayera al suelo y se golpeara la cabeza. De su mano rodó una manzana reluciente. Una manzana que esta vez nadie se comería.

Maribel Fernández Cabañas





Mil novecientos noventa y cinco


 El apartamento estaba lleno a rebosar en la avenida principal que daba a la playa más céntrica .Mi tíos, los de la capital, habían alquilado un apartamento grande, por un mes. Y  nos iban invitando a los sobrinos del pueblo por turnos y a las dos titas solteronas del pueblo, divertidas y modernas.

En la semana que estuve yo. Mi tita Alicia me llevaba a la playa al amanecer, paseábamos descalzas y corríamos por la arena en bañador. Nos encantaba ese momento mañanero en el que la arena fina aún no había sido pisada.

 Después de hacer un poco de ejercicio nos dábamos el chapuzón y salíamos del agua fresquitas. De ahí,  nos íbamos a comprar el pan para las tostadas del desayuno del resto de la familia
.
Mis primos de ciudad, eran malos para comer pero les gustaban las tostadas con paté la piara y el vaso de cola- cao. Uno de ellos, Fermín, era un desastre en todo y negado como  estudiante y  mi tía Eulalia no lo dejaba salir hasta que no hiciera los deberes.

No me acuerdo lo que cocinaban pero el caso es que mis tías se organizaban muy bien con la comida y siempre estaba a punto al mediodía, tampoco me acuerdo de quien hacia las camas y de quien lavaba la ropa, pero  todo estaba siempre dispuesto. De  lo que si me acuerdo es de cuánto se divertían mis tíos Ramón y Eulalia y mis titas con otra familia amiga, jugando a las cartas debajo de la sombrilla. Pasaban las horas muertas jugando  y untados de bronceador, mientras  reían y tomaban vinito con aceitunas y gambitas que compraban a los vendedores que se paseaban por la playa a todas horas.

 Daban las tres del mediodía en el reloj de la Catedral y nos íbamos a comer. Mi tío Ramón era el único que dormía siesta, mis titas se ponían a jugar al parchís en la enorme terraza y mi tía Eulalia, gordita y rubia, pasaba el rato ayudando a mi primo Fermín para que acabara los deberes y mientras tanto comían pipas de girasol. Yo  aprovechaba para coger  mi libro del verano” La barraca” de Blasco Ibáñez. Lo recuerdo  un poco triste pero tenía que hacer un trabajo para entregárselo  a la profesora de bachillerato.  Mi tío Ramón, como buen  aficionado a la lectura a veces  me felicitaba cuando me veía leer tan atenta, a pesar de la algarabía, que a ratos, se formaba en el apartamento.

A Mis tíos Ramón y Eulalia cuando estaban solos en su habitación se les oía hablar alto y  discutir acerca del comportamiento de mi primo Fermín,  el que se negaba a hacer los deberes, poniendo excusas que me duele la cabeza, que me duele la mano y sin permiso de ellos se iba y se juntaba con malas compañías y llegaba por la noche cuando todos estábamos ya acabando la cena, unas veces con un brazo roto, otras  con el pantalón hecho girones y alguna vez eran las tantas de la noche y no había vuelto. Nos mandaban a mí y a mi primo mayor a buscarlo. Nosotros recorríamos los alrededores y rara vez lo encontramos.

 Luego llegaba a casa y les contaba una larga historia a sus padres que nosotros oíamos, sabiendo que estaba mintiendo.

Mi tío Ramón se ponía rojo como un tomate y le gritaba a Fermín:

─Así no vas a llegar a ninguna parte, harto me tienes zoquete ¡Interno te voy a mandar!
Dicho esto, encendía un puro y se quedaba un rato hablando solo en la terraza” habrá que ver el niño este, Dios mío dame paciencia”

Y mi tía Eulalia, sin alterarse, le decía:

 ─ Anda hijo acuéstate sin cenar y no hagas enfadar a tu padre
Y nada más, cuando nosotros ya en la cama y escuchándolo todo,  esperábamos un buen pescozón o zapatillazo y verlo llorar.


Maribel Fernández Cabañas




En Puerto Naos


Me gusta despertarme a las seis de la mañana, cuando el día no ha sido tocado por nadie. A esas horas no hay ni ruidos de coche ni de ninguna otra cosa. El mundo está mudo. Y oscuro.
Aunque mientras desayuno─ un trocito de queso y luego un café─, los primeros fulgores del amanecer empiezan a deshilachar el manto de la oscuridad. Enseguida el cuerpo me pide pasear, ir a ver el mar, caminar a buen ritmo por el paseo marítimo, que se muestra solidario, virgen. Ojalá fuera así todo el rato. Es lo que le pega a esta isla tan bonita y ecologista.

La arena de la playa es negra volcánica y contrasta con el blanco del romper de las olas. El sol tarda mucho en salir: De la total oscuridad se pasa un cielo limpio gris- celeste y en cuanto el celeste empieza a dominar sobre el gris, bajo corriendo a dar mi paseo.  A esas horas algunos turistas alemanes ya se me han adelantado y emergen de entre las olas de su primer baño en las frías aguas atlánticas, que yo aún no he probado.

Ya conozco a los paseantes de las ocho de la mañana, son tres hombres que van y vienen varias veces por el corto paseo marítimo y llevan un perrito negro con la correa y van conversando
.
Otra cosa que me llena por completo es poder estar un rato con algunos de mis hermanos hoy he podido disfrutar de un poco de tertulia con mi hermano Jorge y su mujer y luego se ha agregado mi querida hermana Mar, guapa y alegre.

En cuanto a comidas, hay un queso fresco palmero que siempre que vengo aquí es mi delicia. Lo tomo como quien  toma un manjar, me como un cuarto de queso de un bocado.

Al mediodía mi marido y yo nos quedamos cada uno con sus cosas, él con su ordenador y yo con mi siesta, para luego por la tarde seguir con nuestros paseos y tertulias familiares.

 Las puestas de sol son tardías y tienen un anaranjado especial en contraste con la arena negra y el verde oscuro de las palmeras.

 A esas horas es cuando las terrazas se llenas de vecinos que disfrutan de buenas papas arrugás con mojo picón y carne o pescado para cenar.


Maribel Fernández Cabañas



Maribel Fernández Cabañas

Trayecto en tren

Trayecto en tren
Era una tarde calurosa de domingo llevaba tiempo pensando en coger el tren ya que últimamente todo eran trayectos en coche por la ciudad .

 Esta vez quería ir sola con mi tarjeta de metro- bus- Renfe disfrutar de un asiento en un tren y empaparme de todo.

 Con mi mochilita a la espalda me subí al tranvía, poca gente, eran las cinco de la tarde de un domingo, casi no había gente en el tranvía. Me apeé en la estación de Renfe más cercana, la de San Adrián del Besos y ahí un grupo de gitanos se colaron sin pagar.

Yo iba a coger el tren de la costa, me dejaron asombrada. Tanta cara dura no veía a menudo por mis trayectos en ciudad. Iban con el cochecito del niño, los bártulos de la playa (nevera, radio casete, sombrilla) y cruzaron por el paso subterráneo a la otra vía. Hablaban a voces, con lo cual me enteré que iban en dirección contraria a la mía: Yo hacía Badalona, ellos a Hospitalet de Llobregat

En mi anden, había una chica de unos veinticinco años con cara amable y sentada correctamente, le pregunté si esta era la vía para Badalona me dijo que sí y que me bajara en la primera parada. Desde el tren pude ir viendo, pero con otros ojos, sitios a donde había ido en coche con mi marido como el supermercado alcampo o el puente del petróleo o la fábrica de anís el mono. Me sentí segura ante lo conocido.

Tenía la sensación de ser más joven que otras veces. Viajando sola y dejando a la familia en casa. Joven y atenta a todo.

Al bajar del tren saqué mi pequeña cámara de fotos y ahí estaba la fachada típica y restaurada de una estación de trenes de pueblo que era lo que yo iba buscando: Ir a un pueblo, salir de la rutina de la ciudad.

Lo demás fue ir paseando por las calles del centro del pueblo con sus casas con hierbajos en los tejados que me resultaban familiares de cuando se corrían los tejados en mi pueblo. Niños esperando con sus padres en la plaza del ayuntamiento, para disfrutar de una función de teatro al aire libre.
Señoras mayores bien arregladas y tomado el fresco en la calle mayor llena de escaparates y de heladerías. Algunos escaparates mostraban trajes de comunión, otras sandalias de cara al verano, que ya tenemos aquí mismo.
Todo me pareció más a la medida de una persona que no la aglomeración de la gran ciudad.

Volví a casa con el tren lleno de gente que traían las rojeces del sol en su piel y otros la gorra llena de monedas de andar todo el día de pedigüeños y que según iban contabilizando, comentaban en el asiento frente al mío, se las iban a gastar en bebida.


 Y es que de todo tiene que haber en la viña del señor.


Maribel Fernández Cabañas




Un paseo


Que bien me sentó salir de casa. Paseé entre una masa de turistas y autóctonos por las calles abarrotadas, unos llevaban el plano en papel y preguntaban por un punto de la ciudad al que querían llegar, hablaban en inglés, ruso, francés...

Otros con el GPS del móvil iban andando y viendo en la pantalla el Maps Google en el que se veía la imagen virtual del plano de las calles. Algunos parecían conocerse bien la ruta, iban con la botella de whisky a los sitios de marcha del Paseo Marítimo y del Puerto.

Por mi parte lo que buscaba era arquitectura, sabía que cerca estaba el edificio de Correos, también la Basílica de Santa María del Mar y la estación de Francia.

Seguí andando y me adentré por unas estrechas calles ya conocidas.

  Que alegría me dio  comprobar que una desembocaba en la Catedral del Mar, entré y disfruté de todo su esplendor:

 Columnas alrededor de la nave larga y espaciosa, llena de bancos para sentarse a rezar. Silencio. Un oasis de gente ordenada, formal y silenciosa. Un párroco dando misa. El olor a incienso. La cera de las ofrendas y peticiones a los santos. Una mujer joven con  cara amable y sonrisa amistosa me ofreció su mano dándome la paz. Yo se la pasé a los del banco de delante y a los de atrás.

Para terminar, una voz angelical cantaba el  Ave María de Schubert:

                               Ave María
                            Gratia plena
                            María, gratia plena
                            María, gratia plena


Maribel Fernández Cabañas





De los talleres


Cuantas alegrías me da la escritura: Amigas y amigos con los que comunicarme, tomar un cafecito y charlar. Me ha costado mucho esfuerzo continuar con esto. Pero mi constancia, disciplina y cariño hacia ellos me ha recompensado y estoy cada vez más contenta.

Separme de los grupos me ha costado: Del primer grupo que tuve me queda una amiga, mi querida Anita que ahora está en el teatro pero nos llamamos por teléfono y tenemos muchas confidencias. Hasta ha venido a mi casa y conoce a toda mi familia.

Del segundo grupo veo a menudo a Juan y a Jorge: Juan ha sido siempre pintor es muy extrovertido y a la vez muy espiritual, tiene muchos contactos en el mundo de la pintura y está constantemente exponiendo. Pero siempre está ahí detrás del móvil o en su taller de escritura que está relativamente cerca de mi casa y ya he ido a verlo varias veces con mi marido. De este segundo grupo también esta Lola que sigue con la escritura pero se ha trasladado a su pueblo natal.

Del Tercer grupo, mi profesora Sara a la que tanto le gustaban mis relatos. Estuve tres años y ahora conservo a mi querida Leticia, dulce y cariñosa, sabe escuchar y he aprendido mucho de ella nos vemos regularmente. Fue la primera en llamarme amiga, justo lo que necesitaba: el cariño recíproco de amigas.

Conservo también a los que veo menos y nos comunicamos por Whats app o por facebook

Ahora estoy conociendo a un cuarto grupo, al que empiezo a tomarle cariño.



Maribel Fernández Cabañas


Caja de cartón

Caja de cartón
Cuando María llegó a Madrid, solo conocía a Manuel, un viejo amigo del pueblo que había podido instalarse en la capital porque sus tíos, que eran muy ricos, le pagaban la carrera y hasta el alquiler de un piso para que pudiera vivir solo.
Ella, que por el contrario tenía que pagárselo todo trabajando de niñera, solía llevar a los niños que cuidaba a su casa, para que Manuel, que tenía buenas manos, le cortara el pelo.
─ ¿Ves cómo me ha crecido el pelo?  Y a mis niños también. Venimos a que nos lo cortes
─ ¡Hola María cuanto me alegro de verte! Ya veo que te las apañas muy bien con estos pequeños y que te obedecen. Pero bueno hablemos de nuestros conocidos, decía Manuel.
─Pues que te voy a contar. Estuve en el pueblo el puente de la Inmaculada y lo pasé pipa con nuestra pandilla. Daniel, el hijo del cartero, sigue como siempre, aprovechando la menor oportunidad para acribillarnos con sus bromas de muchacho brutito y machote; Manolita está reuniendo el ajuar para casarse con un mozo del pueblo vecino. Y los demás están estudiando, como nosotros, cada uno en un sitio distinto. Todos desperdigados.
─Que nostalgia tengo del pueblo yo casi no puedo ir, pues mis tíos me han encomendado que cuide de mi prima, esa muchacha con el pelo rizado a lo afro y de delgadez extrema a la que conociste hace un año.
─ ¡Ah sí! Ya sé de quién me hablas: de tu prima Lourdes la que estuvo el verano pasado en las fiestas del pueblo y que acabó la noche  en una ambulancia que  la tuvo que llevar al hospital ¡Cómo se pasó de la raya tu prima!
─Tienes toda la razón, María, pero ahora es peor. Hace unos meses se fue con un chico a Holanda y allí se ha metido en unos líos mucho mayores. Yo no puedo decirles nada a mis tíos, ya sabes que le debo muchos favores.
Pero dejemos de hablar de ella, que debe estar al llegar y a veces, tiene el síndrome─ terminó Manuel, llevándose un dedo a los labios.
Y, en efecto, Lourdes apareció a los pocos minutos, tan delgada, pálida y nerviosa como María la recordaba.
Cargada con una voluminosa caja de cartón que, al parecer, no sabía dónde colocar, pues no hacía más que dar vueltas por el salón con ella en sus finos brazos, que a María se le antojaron hechos de alambre
¡Hola primo!, mira lo que traigo para decorar la casa dijo, sin parar de moverse por el salón y sin acabar de colocar la caja en un sitio fijo.
─¡¡Maldita caja!! Es tan grande que no puedo con ella- Dijo la prima enfadada.
 Rompió el cartón de la caja desgarrándolo a tirones y contenía un montón de botellas de cristal.
─Son bonitas ¿verdad? Las estoy haciendo en el taller de pintura de vidrio -Dijo la prima tocándolas con sus manos huesudas y tensas de puro nervio.
─ ¿Y tus estudios Lourdes? -Preguntó María
─ ¡Los estudios al carajo! y además a ti que te importa

─Bueno Manuel  mejor nos vemos en el rastro los domingos y ya me cortaré el pelo en la peluquería. Veo que no es lo mismo que cuando vivías solo- Dijo María despidiéndose de su amigo.
─Si mejor así. María cuanto te quiero, tu sí que eres una amiga discreta. El sábado por la noche, según vea el panorama, te llamo para quedar el domingo. Dijo  Manuel dándole un abrazo.
Y María abandonó el piso, lamentando la nueva situación de su amigo. Durante el camino de vuelta hacia su casa se entretuvo pensando en un modo de ayudarlo porque estaba claro que el bueno de Manuel no tenía ni idea de cómo lidiar con su prima,


Maribel Fernández Cabañas

TIEMPO


                                 
Siempre que paso por el parque que está cerca de mi casa, me encuentro allí a mis vecinos, los de los perros. Uno de ellos es Andrés, un anciano que debe rondar los ochenta y tiene una perrita blanca que hace tiempo que se quedó ciega. Yo suelo sentarme en un banco a charlar con él. No le falta conversación porque enseguida me habla de cualquier cosa.
Ayer me contó lo que iban a cocinar él y su mujer, que también está jubilada y es más joven que él.

─El domingo llamó mi hijo y le dijo a su madre que le preparase una fiambrera, que mañana estaría todo el día fuera de casa. Así que esta mañana he ido a un supermercado que está algo lejos, pero donde tienen un pan rallado más natural y más grueso que el del súper de aquí al lado. Así los filetes quedan más jugosos y además este pan absorbe menos aceite.
 Y mi vecino saboreaba cada palabra como si fueran trocitos de aquel filete que cocinaría su mujer. A Andrés le gusta oírse, el cree que habla muy correctamente, antes era taxista y esta profesión se presta mucho al palique con los clientes.

Yo le seguía la conversación encantada, porque normalmente cuando doy una vuelta por  el parque es porque tengo ganas de verlos a ellos, a mis vecinos mayores de los perros.  Son los que más conversación dan, quizá porque nunca tienen prisa, cosa que es de agradecer en una gran ciudad.
Son mis amigos y me alegro de verlos, hoy por ejemplo que no puedo bajar a conversar con ellos, porque estoy convaleciente. Al verlos desde la terraza se me alegra el corazón y pienso:
¡Qué bien mis amigos, pronto los veré y podré contarles lo que me pasa!

  Amelia es otra de mis amigas. Fue asistenta social y con ella tengo más amistad que con el resto. Alguna vez hemos quedado en uno de los bares de la manzana y las dos hemos departido sobre nuestras vidas, sin profundizar porque en esta gran ciudad se mira mucho la discreción e ir poco a poco hasta que te consideran amigos de verdad y es entonces cuando dan el paso de invitarte a su casa.
 Por ahora con Amelia, que tiene un perrito marrón, sólo nos hemos dado los números de teléfono y cuando hace tiempo que no nos vemos  nos telefoneamos.

También está Herminia que es la más mayor del grupo y anda muy despacito y con bastón pero no por eso deja de ir a la peluquería o maquillarse todos los días. Herminia es de las que solo sale de la manzana cuando su hija o sus nietos la llevan en coche a algún restaurante. Entonces ella me lo cuenta con todo lujo de detalles, como si fuera del barrio existieran pescados y verduras distintos a las que nosotros conocemos. La perrita de Herminia es la más pequeñita del grupo, negra andarina, tímida, miedosa. Herminia la quiere y le habla como si fuera una persona.

 Estuve un tiempo sin ver a Herminia y supuse que habría cogido un catarro, a los que era muy propensa, cuando la volví a encontrar la noté muy desmejorada. Le pregunté que si le pasaba algo y la mujer se echó a llorar. Me dijo que había estado «muy pachucha», y que se había sentido muy débil. Tenía miedo ―dijo― de estar sola en casa por las noches. No veía el momento de que se hiciera de día  y bajar con su perrita al parque.
A Herminia se le había metido en la cabeza que se iba a morir. Pensaba que se la llevaría la muerte de noche y que si la cogía despierta ella no se moriría. Lo peor era que por la noche quería hablar y no tenía con quien. Todos los del parque que eran sus únicos amigos estarían durmiendo y a su hija no quería preocuparla y además sabía que su hija, con lo estresada que iba con sus desplazamientos de Barcelona a Sudamerica por motivos de trabajo. Herminia para no estar sola veía hasta altas horas  de la madrugada la tele o escuchaba la radio en el salón sin irse a su cama donde creía que estaría más indefensa si le llegaba la muerte.

Me quedé muy preocupada y decidí llamar a Amelia porque creí que debido a su antiguo trabajo podría encontrar alguna solución.
 La llamé por teléfono y nos fuimos, a desayunar a una acogedora cafetería al lado del parque.
Una cafetería con  mullidas sillas tapizadas de color azul marino, hilo musical con música clásica, jarrones de flores en todas las mesas, cuadros imitación a  las pinturas de Sorolla en todas las paredes y en el fondo, en un reservado, una maqueta enorme de un barquito de vela.
Yo estaba angustiada por Herminia y al contárselo a Amelia esta me dijo que en la universidad había visto anuncios de universitarios que buscaban habitación en casa de abuelos a cambio de compañía y ayuda del hogar.

Al día siguiente me  recorrí varias universidades de Barcelona y anoté los teléfonos de algunos de esos anuncios de estudiantes de otras capitales de provincia y de pueblos que buscaban algo así.
Como Herminia no estaba para cavilar mucho se lo dimos todo hecho y al cabo de unos días conseguimos que una universitaria viniera al parque y se la presentamos a Herminia contándole que era una  estudiante de medicina que buscaba una habitación donde alojarse y que venía de un pueblo de la sierra de Cádiz.
Al principio Herminia fue un poco reticente a meter a una extraña en su casa. Nunca se le había pasado por la cabeza, pero poco a poco, Amelia y yo la fuimos convenciendo de que era una buena solución. Núria, que era una muchacha dulce y paciente, empezó a frecuentar el parque algunas tardes para charlar un rato con Herminia e irse conociendo. Le explicó como era su pueblo allí en la sierra, cuántos hermanos tenía y que estaba triste porque hacía poco que había perdido a su abuela, a la que quería mucho porque,  prácticamente, la había criado, ya que sus padres eran comerciantes y andaban siempre de un pueblo a otro.

Al cabo de unas semanas, Herminia esperaba impaciente esos encuentros, y al mes ya estaban viviendo juntas.
Herminia le preparaba suculentos guisos «come, que estás muy flaca», la animaba. A cambio Núria la ayudaba en las tareas de la casa.

De alguna manera Herminia se rejuveneció con la presencia de Núria. Nunca le faltaba alguien con quien hablar o compartir sus historias de juventud o sus inquietudes,
Núria encontró una «nueva abuela», que la mimaba y le daba cariño.
Ahora Herminia ya no tiene miedo a las noches ni a meterse en la cama, ni siquiera a la oscuridad. Sólo se siente un poco triste cuando piensa que el verano está a la vuelta de la esquina, y que Núria regresará a su pueblo  para pasar las vacaciones. Pero luego se anima porque su hija le ha dicho que se la llevará con ella al apartamento de la costa un par de semanas. Además, ella sabe que el tiempo pasa veloz y que enseguida volverá septiembre y con él, su querida compañera de piso: Núria.

Maribel Fernández Cabañas 











AMOR III

                                                
Ella estaba flotando desnuda en una colchoneta inflable azul celeste, tumbada boca abajo en una pequeña piscina de agua salada. Sentía su cuerpo con toda la sensualidad rebosante porque sabía que su amor deseado estaba cerca, echado en ropa interior en una de las camas de las habitaciones del hotel rural, donde el destino les había hecho coincidir. Con ella estaban sus dos íntimas amigas, viajeras, alegres y solteras de su juventud, que la conocían bien y sabían lo que para ella significaba coincidir con este antiguo amor.
La animaban a que entrara en la habitación, ella prefería esperar sabía que él tenía esposa y dos hijas, él también sabía que después de haber pasado quince años y por las cartas que se escribían, sabía que ella también estaba casada. Pero la llama de la pasión podía más que todos los compromisos adquiridos durante esos años. Ellos seguían conservando sus esbeltos cuerpos, ella suavemente excitada y enamorada dio el primer paso. Salió de la piscina y fue a la habitación de él, donde las caricias, el amor pasional seguía intacto y todo su ser se colmó de dicha. Luego, cada uno, entre besos y recorriéndose la piel, se juraron que ese amor sería eterno y que en ese o en otro lugar se volverían a amar.


Maribel Fernández Cabañas


Pierna dormida

Pierna dormida.


Era una tarde alegre y floreada. Lucía iba a La Rambla de Cataluña a la presentación de un libro a escuchar a su amigo Ramiro, él escritor, y a una filóloga de la Universidad de Barcelona. La hora que duró el coloquio ella estuvo muy atenta y con las piernas cruzadas, cuando fue a levantarse al apoyar el pie dominante en el suelo, este dormido se le torció.


 Ella instintivamente para proteger su tobillo se sentó en él suelo y se fue enlasivando el pie para que se le despertara ( por eso de que la saliva tiene una enzima que da buenos resultados en estos casos) Luego se levantó a estilo cuadrúpedo, apoyando las manos en el suelo, y le dio las gracias a su amiga Julia, que estaba a su lado y le puso la mano en la espalda y se ofreció para acompañarla. Las dos se fueron a urgencias allí le hicieron una radiografía, nada roto.


 Que alivio para Lucia que llevaba un mes yendo a andar por su llano barrio playero, comenzando a ponerse en forma, y temía verse inmovilizada por una escayola.
Ahora se cuida su esguince de tobillo, hace reposo y su marido le regala lirios.




Maribel Fernández Cabañas

Masificación

Masificación.

Paseos y recados al centro, andar lejos, coger el metro e ir cargando con carpetas de aquí para allá pasando entre gente y más gente. Van de tiendas,  van en el metro mirando el móvil, comen ansiosos en una cafetería.

 Los coches van a toda velocidad por todas las calles del centro. Masificación, casi no se ven las bellezas arquitectónicas porque las tapan los edificios modernos de oficinas.  Lucia entre tanto barullo lo que quiere es arreglar con el despacho de abogado su cláusula suelo. Un día va al banco, otro al abogado y a correos.

 Atraviesa el centro confundida, anónima  entre tanta gente y ruido de coches, motos e incluso bicicletas atropellando a la gente por  las aceras.

Ella lo que ama es su barrio, su playa, sus amigas de los perros, su camarera de la cafetería a la hora del desayuno, donde empieza la mañana con un libro en las manos.  Sus paseos después de siesta por la playa en invierno donde algunos atrevidos aprovechan para darse el chapuzón y soltar todo el estrés de la gran ciudad.


Maribel Fernández Cabañas


Buenos días

Buenos días 
No hay nada mejor que un dulce sueño con un baño en un mar cálido,con gente de la infancia y con la familia para salir de la cama cantando mil canciones suenan en tu corazón que difícil es pedir perdón ni tu ni nadie. Nadie puede cambiarme…

   Luego escuchar el ruido molesto de los despertadores y ver a los tuyos que cumplen con sus obligaciones matinales que tanto les cuesta. Dejarlos que abran los ojos a la luz solar y que se apañen que yo hoy no llamo a nadie. Me voy a ver el amanecer con mi Nina y a disfrutar del aire puro y fresco mañanero.


Maribel

El reloj de oro

El reloj de oro.

El abogado Gutiérrez, que estaba montado en el dólar, se encontraba en su despacho de la Diagonal. Rondaba los cincuenta y no tenía otra cosa que hacer que sacar los juicios y pleitos adelante. Cuando acababa de trabajar, se dejaba caer por la sociedad gastronómica vasca de la calle Sicilia, donde iba a diario.

Tenía su cartera de clientes entre la elite de la Zona Alta y también algún pleito en el barrio donde nació. Allí desde muy  niño, se dedicaba a vender fruta con su padre en el mercado de abastos.
 Esta vez solicitaba de él los servicios Dª Leonor, vecina de ochenta años, viuda y con una hija muy agraciada algo más joven que el abogado Gutiérrez.

Las horas que pasaba en su despacho de la Diagonal se distraía  de sus quehaceres con el cuadro que tenía delante, una dama vestida de novia. Mamá,  padre me contó que no estábais casados, que  sólo os juntasteis nada más.  Tú eras más que  una pobre campesina, a la que  padre  recogió para no estar solo en el puesto de fruta.

 El teléfono lo sacó de su ensimismamiento.

─Dª Leonor no hace falta que coja un taxi para venir a mi despacho. Por la amistad que nos une, iré yo personalmente. Pero, dígame ¿cómo está su hija Rosita?

─ ¡Ay, hijo mío! cuanto te lo agradezco. Tengo tan mal las piernas  que casi no salgo de casa me cuesta mucho moverme. Rosita preparará unos dulces y tomaremos el café los tres.
Con su traje de chaqueta comprado en Londres y una de sus trescientas sesenta y cinco  corbatas─ tenía una para cada día del año─, el abogado ojeó unos documentos y, con su estilográfica, anotó algo en su agenda marrón. Luego se levantó del sillón, eran ya las cinco de la tarde.

En casa de Dª Leonor pudo contemplar a Rosita risueña y cantando en voz bajita, mientras preparaba la cafetera italiana.
El abogado se levantó de la mesa, dejando sola en el salón a Dª Leonor y se fue a la cocina.

 ─  Voy a ayudarle a Rosita, dijo el abogado aprovechando la oportunidad para estar los dos a solas

─ No hace falta, dijo La señora Leonor. Ven aquí Gutierrito que estoy muy desazonada me ha desaparecido el reloj de oro que me regaló mi difunto marido. La mujer casi no se movía, estaba tumbada viendo la tele en un sillón reclinable y tapada con la manta.

El abogado estaba absorto en sus pensamientos: ¿Querrá Rosita venir a mi lado? Me gustaría decirle lo mucho que la amo, pero estoy muy nervioso. Me tiembla hasta la voz. Soy tan torpe con las mujeres… ¿Es que no desaparecerá nunca esta timidez que me ha acompañado desde niño? No quiero acabar como mis padres, que no se casaron nunca. La foto que tengo en mi despacho es una falsificación.¡Un fotógrafo los puso detrás de dos vestidos de novios de cartón!

Dª Leonor le contó al abogado que ella guardaba el reloj en su cajón del ropero, envuelto en una toalla de bidé.  Lo tenía camuflado junto con otras toallas y la ropa interior. Y que las únicas que entraban  en su dormitorio eran Rosita y la mujer de la limpieza.

─Deje este asunto en mis manos Dª Leonor, dijo el abogado

Al cabo de una semana Rosita llegó al despacho de Gutiérrez y este se obnubiló con el perfume a rosas de ella y con su tez blanca y sus labios carmín.
Hablaron largo rato sobre el reloj de oro y mientras el abogado miraba a Rosita se le iba la mente a cuando yo era un pobre muchacho y le vendía las manzanas, las mandarinas y las judías verdes a Dª Leonor y ahora estoy aquí con mis delicadas manos que sólo tocan finos papeles con membrete.

─ Rosita es necesario que vengas conmigo  a investigar a la limpiadora, a ver si tiene ella el reloj.

El reloj de oro no apareció pero el abogado y Rosita siguieron viéndose e indagando sobre él.


Maribel Fernández Cabañas