Lucía recuerda cuando estuvo
veraneando en un piso de la Calle Alonso Cano a dos pasos de la playa Victoria,
sus tías se encargaban de cocinar y de ir a la compra, una de ellas era gordita
y se pasaba el día comiendo pipas de girasol.
Lucía paseaba a primera hora con su tía Angela,
que era delgadita y activa, e iba siempre mirando para el suelo y a menudo se
encontraba alguna prenda de vestir o dinero.
Y más tarde llegaban a la playa sus primos
y la familia, ponían las sombrillas, hamacas y mesa para tomar el vermut y
jugar a las cartas.
Lucía llevaba su agenda de teléfonos
y direcciones donde anotó todos los nombres de los nuevos amigos del verano.
Con uno de ellos mantuvo correspondencia hasta
que se cansaron al cabo de un año.
Por las tardes paseaban con su tía la
mayor que tenía cojera y problemas de visión, se agarraba muy fuerte a
cualquier brazo y casi hacía daño.
Nadábamos y disfrutábamos de la playa ya que en nuestro pueblo de
interior no había esa brisa marina y esa agua salada que curaba con su yodo
cualquier problema de piel.
A Lucía le gustaba quedarse todo el
día con la sal en la piel hasta por la noche que se duchaba.
Lo más incómodo era cuando su primo
el mayor no acudía a cenar y sus padres tenían que dejar la cena para ir a
buscarlo.
Lo pasaban mal con él porque hacía lo que le
venía en gana y nunca lo encontraban.
Hasta que un día un policía lo llevó a casa
porque había robado una bicicleta, desde entonces escarmentó y se recogía
puntual a las diez de la noche.
-MFC